jueves, 14 de mayo de 2009

Tentación de alas rotas

Las tentaciones a veces son tan... ¿tentaciones? Sí, desde luego la palabra se explica por sí misma, y siempre me ha gustado mucho. En algunos momentos, quizá por nuestro estado, o simplemente por ser ellas mismas, depende de quiénes sean, se nos hacen apetecibles. Nos ofrecen lo que ansiamos o creemos que ansiamos envuelto con un precioso lacito color rojo (lo siento, el rosa no me gusta) y se acercan poniendo ojitos de cordero degollado. Nos dicen "si no pasa nada, tú cógelo y disfruta, así es mejor". Estás deseando abrir ese paquete, quitarle el lacito, desenvolver el regalo y festejar como un niño en día de reyes pero... hay truco, ¿no? Siempre hay algo que te hace dudar. Nadie da duros a cuatro pesetas, que decía mi madre. Nadie regala nada, pero siempre está esa parte de nuestro interior que nos hace pensar "¿y por qué no? No hay nada de malo". En ocasiones no hacemos caso a la tentación, pudiendo esta ser recomendable, en ocasiones acertamos a la hora de ignorar a este pequeño diablo que se aposenta en nuestro hombro y empieza a susurrar maldades. Otras, quizá las peores, aceptamos tentaciones que nos llevan por el camino opuesto al que perseguíamos, y las más escasas son aquellas que no tienen requiebros ni recodos oscuros.
¿Reconocer las tentaciones? Ya me gustaría. Les pondría a cada una pegatina muy mona, un posit que se llama (como los que adornan la pared de detrás del ordenador, en los que están los relatos de mi botella y alguno más por si acaso mi musa se da de baja). En ese posit pondría "buena" y "mala", no haría falta más. Si viniera una con la palabra "buena" la dejaría pasar sin problemas, ya que sabría que es buena para mí, y viceversa. El problema es que las tentaciones son traviesas, como los diablos, y mientras miras para otro lado se cambian ellas, muy coquetas, sus etiquetas. Entonces niegas la entrada a la que debería estar a tu lado y dejas pasar a la dañina. Y entonces se arma, empiezan problemas, complicaciones, jaleos... vamos, que se lía parda. Así que, a falta de las tan útiles pegatinitas, creo que confiaré en la intuición masculina (que, al contrario de lo que muchas piensan, no se encuentra entre un muslo y otro) que, si bien no ha demostrado mejores resultados que el cerebro, tampoco ha dejado lugar a peores, así que menos quebraderos de cabeza y vida más tranquila.

Entonces... la duda incial sigue ahí. Me dan ganas de abandonar mis alas. De renegar de lo que me hace especial, de lo que me hace ser yo mismo. De mi voluntad de tratar bien a todas las personas por lo humano que hay en ellas (alguna se me ha escapado por una voluntad supinamente gilipollesca, pero nadie es perfecto) sin pararme a pensar si merece la pena. De estar siempre para quién lo quiera, y quién no, dispuesto a escuchar y dar el consejo que una mal llamada mayoría de edad pueda dar. De mirar siempre las consecuencias para las otras personas. Abandonarme al abismo, en definitiva.
Inclinaría las alas hacia adelante, hasta poder verlas sobresalir tras mis hombros. Entonces tiraría fuerte. Sí, sé que dolería. Mucho. Pero seguiría tirando y tirando, hasta que con un seco chasquido los tendones se soltarían. Luego sería un poco más fácil, y sentiría la carne al desgarrarse y abandonarme. Más tarde, en último lugar, los huesos se separarían uno de otro. Y por fin me habría librado de este pequeño inconveniente llamado alas. También podría apoyarme de espaldas contra un árbol. Empezaría a frotarme, empezando a astillas mis alas, despellejarlas. Se irían desprendiendo una a una las plumas, y finalmente quedarían inservibles, ya no podría volar. Podría, de otro modo, coger una lata de gasolina y echármela por la espalda. Les prendería fuego, y cuando vieran que están suficientemente consumidas, rodaría por el suelo para evitar quemarme yo mismo. Podría coger también una sierra, pero este parece el proceso más largo y tedioso de todos, y probablemente me arrepentiría mientras me deshago de ellas.
Una vez hubiera acabado con las alas, cogería un cuchillo. No hace falta uno muy grande, como el que usa mi madre para pelar la fruta valdría. Me lo clavaría en el pecho, daría un tajo largo abriéndolo. Metería la mano y sacaría mi corazón. Sin preocuparme por la suerte de este, pondría en su lugar una máquina. Ya no habría "bum... bum... bum..." ni "bumbumbumbum", sería siempre la misma letanía "bum, bum, bum", ni más rápido ni más deprisa. Siempre un mismo tono monocorde. Siempre el mismo latir de corazón, siempre igual de inhumano que el resto.

Bum... bum... bum... creo que de momento no me atrevo...


¿Quemé mis alas de ángel?

1 comentario:

Lurilla dijo...

Por Buda, ¡no hagas eso! ¡No te cortes las alas! Y mucho menos frotando contra un árbol. He sufrido muchísimo leyendo eso, de verdad (vale, aquí tendría que aclarar algo: soy demasiado empática, mi pensamiento cada vez es más visual [me creo imágenes de lo que leo/escucho] y últimamente soy la persona más asquersamente ñoña del planeta Tierra).
A pesar de que a veces puedan pesar e incluso doler, es lo más maravilloso que tiene el ser humano, al menos aquellos seres humanos que podemos darnos cuenta de que las tenemos, y tú te has dado cuenta: aprovéchalo. Pasé por tu misma situación hace ya algún tiempo, y lo asumí. Ahora va un poco mejor. Eres extraordinariamente libre, y mi intuición (femenina) y tus textos me dicen que también eres extraordinariamente inteligente, así que por alguna razón que se escapa a mi entendimiento (creo que los llaman prejuicios), creo que eres capaz de asumir las consecuencias de los caminos que eliges. Si se elge mal, siempre se puede arreglar, puede costar un poco más o un poco menos, pero se consigue, creéme.
Ser una máquina debe de ser lo más aburrido del mundo. Y el saber que eres especial es lo que realmente te hace especial.

Y siento toda la chapa, pero es que, a parte de la deformación profesional, siempre se me remueve algo por dentro cuando la gente piensa que... digámoslo así, ha quemado sus alas.