domingo, 17 de mayo de 2009

Las naranjas maduras del abuelo III

Tuve también una crisis que lleva contando ya su historia diez años. Entonces tenía yo dieciocho, y sólo tres le había estado esperando. Mi familia no paraba de repetirme que esperaba en vano, y me lo llegué a plantear. Me pasé mucho tiempo encerrada llorando, discutía constantemente con ellas, me repateaba que no me creyeran, pero yo sabía que, sin ser montado a caballo, como ironizaban, volvería mi príncipe azul para llevarme con él. Estuve a punto de abandonar, pero los recuerdos de aquellos días tan felices me hicieron prevalecer. Hice que mi voluntad se impusiera y no me alejé de la propiedad familiar. Tenían que respetarme, en base a mi parte de la herencia del abuelo. No podían echarme, y tampoco convencerme, así que al final, con los años, se han ido convenciendo de que es mejor dejarme, me alegra que vean que seré feliz de nuevo.
Aquellos días fueron los mejores de mi vida. Siempre fui una chica tímida, y no muy agraciada, pero aquello a aquél joven no pareció importarle. Siempre atento, siempre dedicado, me recitaba poemas y me cantaba canciones, con una voz que, pese a lo ordinario, nunca olvidaré. Se desvivió por mí durante mucho tiempo. Me regaló esta pluma, prometiéndome que de aquí saldría algún día una historia fabulosa, sólo tenía que dejarla hacer. Finalmente, un día compartimos un momento maravilloso, lo recuerdo como si fuera ayer, perdidos en el monte que aún podría contemplar desde mi casa, si me asomase a la ventana, claro está. Al día siguiente se tuvo que ir. Sus padres se mudaban y él con ellos. Me prometió que regresaría, y me hizo prometerle a él que lo esperaría. Así ha sido, le he esperado pacientemente y lo seguiré haciendo, hasta que el destino y lo que quiera que lo tenga retenido le deje volver a mi lado, de donde nunca debió irse. Esperad un segundo, viene mi hermana.
No, no puede ser… la puerta esta cerrada, ya no puedo entrar… ya no puedo quedarme a esperarle como le prometí, se ha cerrado mientras estaba fuera y no puedo volver a entrar. No aguanto estar fuera. No tengo nada que hacer, no puedo esperar… odio el aire libre, me hace daño. Estoy sentada sobre la hierba, doliéndome del jardín que antes amaba. Necesito estar en mi habitación, pero no puedo… Sólo me queda garabatear en este estúpido cuaderno, con esta estúpida pluma. Y… ya no sé qué decir, ya no sé qué contar, mi espera se acaba de apagar de golpe, como la vela a la que un soplo de corriente corta de sopetón, sin permitir que se consuma toda su cera y su mecha, como el caracol, que avanza durante horas en dirección a las verdes plantas, y una mano distraída y poco atenta lo devuelve a la posición inicial, destrozando esperanzas y sueños. Así me he quedado yo, vacía de unas y de otros. No tengo mucho que agregar a lo ya perdido. No tengo más que narrar pues se ha perdido ya todo lo que merecía la pena. Quizá… sí, quizá debería escribirme todo lo que ha pasado ahora, para que cuando despierte de esta amarga pesadilla recuerde esto y me pueda reír, reír de lo estúpido de este maldito sueño del que despertaré…

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