viernes, 15 de enero de 2010

Borde

No siempre cago flores. No siempre meo colonia. De hecho no me gusta hacerlo, pero hay veces que toque tragarse la bilis. No por ellos, por mí. Hay gente que no entendería que soltar medio taco cada frase y ser totalmente franco y crudo es una forma de ser que no menosprecia a su propia persona, sino que, tras tener confianza (o no tenerla y que me caiga mal, en cuyo caso probablemente tenga razón en su parecer), considero lícito quitarle los tapujos a las cosas. ¿Y qué si podía haber dicho: 'me puedes dar eso por favor' en lugar de 'trae acá'? ¿Y qué si mandar a la mierda o decir ya nos veremos tienen tanto que ver?


Enfin, adiós bastardos.



Y me llamaban borde.

miércoles, 13 de enero de 2010

Cambios

Pues sí, estaba un pelín cansado de la estética del blog en general, a veces uno necesita cambios. Vale que particularmente me guste lo sombrío, y en este caso lo era, pero me resultaba demasiado frío y carente de elementos como para resultar atractivo. Por supuesto, como no tengo ni idea de cómo hacer plantillas, poner imágenes y demás, he decidido buscar otra plantilla que resultara sencilla, cómoda y vistosa. También cambién la lista de reproducción. Hace un tiempo descubrí que tan solo había tres canciones (si no recuerdo mal). Ahí la culpa es mía por no haberlo remediado antes, pero bueno, volvemos a la música española que en otras ocasiones portara el blog.
En lo que respecta a otro tipo de cosas, de momento no va a haber más cambios, y no deberías haber muchas más entradas, en las próximas semanas, aunque el tedio está siempre al acecho.



"Y voló, más allá de la torre del corazón sangrante a las vastas planicies celestiales de cúmulo nimbos. Y allí, soberano sin someter, se comprometió bajo el sol de invierno a firmar cada una de las eras con su divina mano."

Dioses de más allá del alma.

Responsabilidad

Exámenes y trabajos y ejercicios y exámenes y trabajos y ejercicios y exámenes y trabajos y ejercicios. No tengo duda alguna de que eso es lo que debería estar haciendo ahora mismo en lugar de escribir estas palabras, como tampoco dudo de las ganas que tengo de salir de casa. Aparte de mis ocasionales (no tanto como me gustaría) visitas a la universidad, estoy medio atrapado en casa. Digo medio porque no me retiene otra cosa que la responsabilidad mal atentida. Por un lado, miro a la ventana y no dejo de ver pasar cosas. Saludo a las gaviotas, a los tejados y a los andamios. A las raidas antenas y a las no tan raidas. Saludo al tiempo que debiera emplear en estudiar. Por otro, hago eso mismo. Me pongo al día con lo que debería haber entregado hoy, que es para mañana y que no llegará hasta el lunes, miro y remiro ejercicios como si con ello se fueran a hacer solos y dejo pasar los minutos que se suceden con un tedio digno de mención. Como menciono también que me siento al margen de la vida. Veo como charlas esporádicas pasan gramo a gramo por la pantalla. Siento como tengo veinte historias dentro, tengo tiempo para contar dos y pereza para contar una. Las manos parecen hastiadas de tanto vagar de tecla en tecla, desgastando las letras mal pintadas que ya casi ni se ven. Pero en fin, los granos del tiempo, cada uno de esos segundos, se siguen y se seguirán escurriendo. Llegará el nueve de febrero, volveré a salir. Seguiré teniendo muchas historias, seguiré pudiendo contar menos y contaré aún menos que esas, pero al menos desplazaré este opaco sentimiento de responsabilidad por la simple apetencia, que siempre es más comodad.

martes, 5 de enero de 2010

Crimen y castigo

Este es el título del último libro del año. El último que pasó por mis manos y, a decir verdad, es totalmente recomendable a cualquier no conozca al amigo Dostoyevski (y probablemente al que lo conozca también). Una prosa vibrante, en mi opinión lo más destacable es su capacidad para provacar la tensión en el lector. Cada vez que se lee una línea parece que va a haber una avalancha de acontecimientos, lanzandote a devorar con avidez cada una de las páginas del libro. Podría tratar de venderoslo de muchas otras maneras o con argumentos diferentes, pero tan solo diré que merece la pena.

El asunto que viene ahora a colación es el tema central del libro. ¿Sería capaz de matara una vieja con un hacha? ¿Sería capaz de matar a una vieja rica y totalmente despreciable con un hacha? Y, de hacerlo, ¿Cuál sería el motivo?
A las primeras dos preguntas, la respuesta es un sí con peros. El primero, diferenciar la convicción actual de que me veo capaz de ello, y la hora de la verdad, que suele ser bastante más cruda que las imaginaciones y tribulaciones que pueda hacerme al respecto. La segunda, que no conozco a ninguna usurera ni vieja de semejante calaña, y aún menos con semejante capital guardado en casa como tenía aquella vieja. En fin, de tener que decantarme por una de las posibilidades, imagino que sería capaz de atesorar la suficiente sangre fría para tal acto. El único pero que se podría poner es que mi amor a la vida, a la vida y a la libertad, pues sin libertad es menos vida. Y no creo que nadie me fuera a poner alfombra de plata como a Raskolnikoff.
En el lado contrario tenemos, como ya pregunté, la razón. El dinero en sí mismo es una razón poderosa. La posibilidad de contar con un capital más que notable y despreocuparme o poder emprender alguna empresa que haya soñado parece sin duda tentador. El dinero siempre ha movido a hombres poderosos a bajezas sin nombre, pese a que yo no sea un hombre poderoso. ¿La búsqueda de un mundo mejor entonces? Veo este motivo harto improbable. De hecho, tan improbable que demasiada poca gente mataría a un hombre (o mujer) malo por el mero hecho de serlo. Valdría más a este efecto el desprecio que dicha persona me inspirase. Pese a que varias veces esta idea me ha rondado la cabeza, nunca con suficiente fuerza.
Así pues... ¿suficientes motivos? Probablemente en conjunto sí.
Conclusión: el que me recomendó el libro tenía razón, es con dieciocho años cuando se entiende la idea de abrirle la cabeza a una vieja con un hacha.

Rumbo a la vida

Tras más de un mes de silencio, que no es poco, aquí dejo lo último que escribí, en algo más de cuatro horas de desvelo y dedos atados a una historia.

Rumbo a la vida

El carruaje traqueteaba con cada piedra del camino, que no eran pocas, y el viento parecía atravesar las minúsculas y frágiles ventanas del vehículo, dejando ateridos de frío a los ocupantes del mismo. Cada uno de ellos trataba a su manera de superar el frío, creciente a medida que se iba consumiendo su camino como el tabaco de la pipa del señor Lambert, de la mejor manera posible. Esta venerable persona contaba en su haber con sesenta primaveras destinadas íntegramente a la servidumbre, y pretendía acabar sus días con la venerable familia para la que se había ofrecido. Su pelo estaba ya bien entrado en canas, mostrando la sobriedad del buen oficio, bien corto y liso. La carne de su rostro se había cansado de resistir y colgaba flácida de los pómulos, además de contar con una buena papada. Por el contrario, la frente se había librado de la mayoría de las arrugas del paso del tiempo, pues sobrarían dedos en una mano para contar la gente que le había visto reír. La nariz grande parecía la bandera del rostro, pues los ojillos parecían esconderse tras la grasa de que le había proveído su buen oficio. Su cuerpo era un vivo reflejo de su rostro. Bien entrado en carnes, la edad no lo había tratado mal. Tenía la barriga dura de aquellos que han comido más que trabajado, y no han trabajado poco. Un poco patizambo, siempre había intentado disimular esta malformación pues le avergonzaba profundamente.
A su lado se sentaba una tímida muchacha. Rostro pecoso y pelirroja, no era mal parecida. Tenía unos ojos azules bastante vivos aunque tenía tendencia a desviar en exceso la mirada. Los senos bien proporcionados se escondían en el raído vestido que había traído, pues se les había prometido a todos ropa nueva, y la muchacha no contaba con otra cosa en el mundo aparte del vestido, su persona y unos ahorrillos que la habían mantenido hasta encontrar esa destinación. Nada sabían el resto de un pasado bastante truculento. Honor no es una palabra que había valorado, y aún menos bien le hubiera hecho a su alma el que esto fuera así. Lo que había tenido que hacer durante toda su vida por sobrevivir no había permitido que le afectara, aislándose de su propia su propia situación.
El otro escolta de la señorita en ese lado del interior del carruaje era el que parecía más maduro y sereno de todos ellos. Un hombre que rondaría la treintena, cuya fuerza, más que intuirse a través de la camisa blanca que en ese momento llevaba, escapaba a través de sus palabras y de su actitud. Realmente parecía fuera de lugar en aquella procesión de medio desarrapados. Sus músculos se marcaban a través de la ya citada camisa y el chaleco de cuero que portaba sobre la misma. Los pantalones negros, a juego con el chaleco, y los zapatos, daban peso a la idea de que se encontraba fuera de sitio. Del mismo modo, su rostro aparecía sin grandes achaques, simplemente una cicatriz juzgaba el pómulo derecho discretamente, abriendo en dos el lugar destinado a la barba, aunque estaba bien afeitado. Llevaba el pelo en una media melena que no llegaba al cuello de la camisa y le hacía parecer más joven. De un profundo color negro, bailaba ocasionalmente sobre su cara, a modo de cortina entre los dos ojos de avellana. Estilizados aunque duros eran sus rasgos, con una nariz bien proporcionada y una inteligencia que se dejaba entrever, sin un motivo aparente.
Enfrentados a ellos se encontraba una pareja de jóvenes que, si bien parecían conocerse, no parecían llevar la mejor relación del mundo. De hecho, a simple vista, y quizá en profundidad también resultara así, eran antitéticos. Mientras el de la derecha era un joven bien parecido, rubio hasta la extenuación, ojos azules y bastante alto. También suficientemente fornido como para no considerarle débil, y con una lengua que iba leguas por delante de su pensamiento, pese a ser bastante aguda. El de la izquierda parecía la versión del anterior hombre reducida. Contaría, como su compañero, con menos de veinte años. Pelo negro y ojos marrones coincidían a la perfección con Lograine, tal era el nombre del caballero. Jack también tenía una piel ligeramente pálida. Sin embargo, la merma afectaba a la forma física, ya que sin llegar a ser endeble, el hambre parecía haber hecho mella en su cuerpo y en su alma. Estaba falto de esa decisión, de ese valor y aplomo, y apenas se atrevía a dejar entrever los dientes a través de unos finos labios, cuanto más a pronunciar palabra. Resultaba curiosa una pareja tan dispar de compañeros, cuya única coincidencia resultaba de la inicial de sus nombres, John y Jack.
Tanto Jack como la señorita D’Alembert, o al menos así dijo llamarse, no parecían demasiado locuaces ni propensos a participar de una conversación basada en su mayor parte en las baladronadas de John y los reproches y voces de la experiencia de Lambert. Como consecuencia directa de esto, aparte de añorar la conclusión del trayecto, que tantos vaivenes llevaba, lanzaban fugaces por las estrechas y polvorientas ventanas del carruaje. Según la elección del cristal, resultaban dos vistas que parecían no variar lo más mínimo por mucho que se prolongase el viaje.
Siguiendo la mirada de Jack, a su izquierda y por tanto a la diestra del carruaje, estaba la ladera de la montaña. Relativamente escarpada, en la falda de la montaña se encaramaban árboles, en su gran mayoría hayas. De tronco negro, como un corazón sin madre ni sueño, sus fuertes raíces raspaban la árida superficie, puntos mal dados a una herida en la tierra que no se cierra. Sus hojas, perfecto paradigma de tales órganos, estaban proveídas de unos nervios fuertes, pero aún así mostraban la marca de la edad que se encargaba de recordarles el otoño. Muchas habían caído ya, asfaltando el camino peligrosamente. Otras simplemente se veían enrarecidas de su esperanza con un amarillo, un rojo, y hasta un desagradecido marrón. Apiladas sobre la copa, se iban haciendo más escasas al mismo tiempo que sus portadores, los árboles, a medida que iban ascendiendo. Progresivamente también se iba acercando la nieve a la vista, y parecía menos lejana la inaccesible cima del monte, cuna de ríos cuyo verdadero nombre nadie recuerda hoy. El manto blanco parecía captar especialmente la atención de la joven, sin embargo, esta vez su mirada recorría la montaña a l inversa, descendiendo.
Los árboles que aún lado fueran techo y sueño de hastío, al otro profesaban la servidumbre del que sólo muestra una superficie engañosa. Una alfombra de los mismos amarillos desvaídos, rojos de valor marchito y marrones sin nombre adornaba profusamente un descenso engañosamente fácil. La vista pasaba de largo rápidamente ante el desfile vegetal y se derramaba sobre el valle resultante a sus pies. En él se podía observar la herida siempre vibrante de un río sin nombre, y cómo la ciudad de la que habían partido se empequeñecía cada vez más, resultando ahora irrisoriamente pequeña. Tanto había decrecido en su decadencia, que D’alambert trató de aplastarla con sus dedos, en un vano intento de acabar con su pasado lejano y reciente, aunque su acción obtuvo la poca recompensa de un soñador que intenta cambiar el mundo sin estar despierto.
De la profusión de sus ilusiones les sacó una subida particularmente alta de tono en la conversación. Parecía que los dos contendientes estuvieran cerca de llegar a las manos y la alarma hubiera llegado demasiado tarde, sin embargo, Lograine impuso su voz como una espada bien templada, sin fogosidad ni óxido.
-Deberías dejar esos pormenores que no llevan a ninguna parte- además, debemos de estar al llegar.
La tranquilidad en su voz tuvo la propiedad de turbar a los otros dos, sin embargo no llegaron a decidirse a protestar ninguno de ellos, así que la discusión quedó pospuesta. Además, como si sus palabras resultaran proféticas, la ambiguas tribulaciones de todos los presentes fueron cortadas por un repentino frenazo del carromato, que se detuvo de golpe y casi arrojó a los ocupantes de un banco contra los del otro. Las protestas que surgieron a raíz de esta parada fueron desatendidas por el conductor, y al no encontrar respuesta fueron bajando del carro.
Podrían haberse asombrado de que el conductor del vehículo pareciera haberse evaporado en la nada, podrían haber imprecado por ello, y hasta haberse puesto de acuerdo todos por una vez en todo el viaje. Sin embargo, el motivo de su asombro era totalmente diferente. Tras un recodo de la montaña, tan normal como cualquier otro que hubieran superado anteriormente, se habría un mordisco en la tierra de un tamaño tal que allí cabían, y en efecto estaban, tres grandes mansiones, diferentes aunque parecidas. Una de ellas era tan alta que parecía querer alcanzar el techo del mundo, o al menos la altura de la montaña. Torre en madera sólida y sin fisuras, parecía no mostrar signo de junturas entre tablones. Su estilo era muy sobrio y nada rebuscado, ningún adorno en los escasos balcones que presentaba, ni reproches en la puerta ni el porche de la entrada. La siguiente en discordia era todo lo contrario. Varias figuras saludaban burlonamente al visitante a esa casa, esculpidas en piedra arrancada a la montaña. Parecía de forma cúbica, sin embargo no podría asegurarse en ningún caso su geometría, ya que daba una impresión eminentemente extraña al observador. Las ventanas presentaban adorno ora curvos, ora perfectamente rectos y algunas protuberancias extrañas en la madera daban al conjunto una impresión aún más caótica de la que ya tenía. Compartía sustancia con la anterior vivienda y la siguiente, madera de los árboles que debían haber existido en aquél pedazo de mundo, tan apartado del resto. La tercera resultaba ya de una inspiración más clásica, y pese a ser sobria, presentaba algunos detalles, además de las proporciones de una casa de dichas dimensiones. En su conjunto, formaban “El Parnaso”, como advertía un letrero en el centro.
El motivo por el que aquellas tres estructuras pasaban desapercibidas se debía mayormente a que la orientación se había buscado hacia otras cumbres cercanas, de tal forma que sólo algunos escaladores, o los que siguieren aquél camino específico, para nada transitado, podían deducir la existencia de aquellas magníficas y arcanas construcciones. Alguien con un mayor sentido estético se hubiera mostrado hasta agradecido por poder estar ante tal derroche de fastuosidad y poderío ante la naturaleza, pero ellos tan sólo albergaban una aplastante sensación de inferioridad.
Cuando parecía que iban aceptando la evidencia ante ellos, un hombre que pasaba de los cuarenta años, vestido de mayordomo aunque con unas ínfulas que no correspondían a tal posición, se personó ante ellos, tan abstraídos estaban que ni le vieron venir.
-Bueno señores y señorita, imagino que vienen por el anuncio, ¿no es así?
-Sí –fue la respuesta unánimemente aceptada por el resto.
-En ese caso, me ha tocado la labor de repartirles –tosió con suavidad- la señorita D’Alembert acompañará a Lambert a la residencia este, la más alta. –dijo con voz clara- Al señor Lograine le hemos destinado al edificio central, mientras que la oeste corresponderá por tanto a Jack y John. –se puso a andar hacia la residencia central como si tal cosa, pero adelantándose al resto añadió- Sus preguntas serán atendidas en el interior de los edificios, muchas gracias.
Dejándolos aún más pasmados que antes, desapareció de su vista. Sin embargo, no les costó demasiado aceptar que, quisieran o no, debía entrar en los edificios, y accedieron a hacerlo tal y como se les había ordenado. No tenían idea de cómo conocían sus nombres, y era algo que iba reconcomiendo sus mentes y tenían intención de preguntar en cuanto entraran a las residencias. Sus pasos silenciosos fueron la única compañía real que tuvieron a la hora de entrar, pues los gusanos de la inquietud se habían hecho fuertes en sus gargantas, anudados a la tráquea.
Al traspasar la puerta la señorita y su acompañante, se encontraron frente a un caballero bien parecido, vestido a la francesa con un cierto toque de antiguo que no le restaba atractivo. Se sabía superior y eso lo hacía parecer aún más distinguido, sin llegar a resultar desagradable en ningún sentido.
-¿Cuándo nos van a pagar y con qué? El anuncio decía que con lo que necesitáramos –la codicia parecía haber traicionado de pronto al señor Lambert, aunque la expresión de su interlocutor no mostró signo alguno de ofensa.
D’Alembert se mantuvo callada, esperando ver cómo se desarrollaba una escena en la que se sentía mera comparsa de la conversación.
En la mansión opuesta, una escena similar se repitió, pero la persona que se encontraban parecía desenfadada, grosera y hasta violenta. Llevaba un sombrero vaquero que parecía haber atravesado el océano literalmente, tal era su aspecto harapiento. Cubierto de cicatrices y de heridas que más que verse se intuían, irradiaba de todo menos simpatía. Sin embargo, su aspecto de tipo duro no debió impresionar en exceso a John, que con los brazos en jarras se adelantó a su amigo.
-¿Qué es lo que hay que hacer aquí, y a cambio de qué? –seco y directo, aquella especie de cuatrero sonrió, pero su sonrisa no gustó en absoluto a Jack, que empezaba a arrepentirse de haber accedido a ir a aquél remoto lugar.
Por último, Lograine, el único en ir en solitario se encontró frente a un joven de ojos vivos, impulsivos y frescos. Sus gestos, los pocos que le dieron tiempo a medir, resultaban impetuosos, aparentemente poco controlados, al antojo de una voluntad invisible. Parecía llevar el riesgo en sus venas, pero de una forma simplemente despreocupada.
-¿Cuál es la tarea que debo completar? –preguntó sin ambages.
La respuesta a las tres preguntas fue exactamente la misma en todos los casos. Uno con un refinado acento francés, otro escupiendo las palabras y el último casi demasiado rápidamente, pronunciaron al mismo tiempo:
-Recibiréis lo que habéis venido a buscar cuando cumpláis nuestra tarea, sobrevivir.
Lambert acogió esta respuestas con cinismo e incredulidad a partes iguales, acordes con la edad y con un modo de vida poco humano. Puso una cara de enfado que le acercó físicamente a un cerdo, casi dispuesto a gruñir, y protestó -¿Qué clase de broma es esta?- pero pegó un brinco de pronto. Comenzó a sentir humedad en sus pies, y pronto contempló cómo el agua, que parecía brotar de ninguna parte, iba subiendo su nivel por momentos, quedando sin saber qué decir.
Por su parte, la señorita, que ya se había quedado entre el asombro y el terror ante las frías y directas declaraciones anteriores, acogió con aún más miedo e incapacidad para responder aquella repentina inundación que parecía no provenir de ninguna parte.
John lo miró con una sonrisa burlona mientras Jack asistía impasible a la declaración, ambos demasiado escépticos, aunque cada uno a su manera. Con la socarronería que había sacado a relucir durante todo lo que duró el viaje, preguntó sin temor alguno.
-¿Sobrevivir a qué?
-A los que vengan –respondió con una sonrisa similar aquél hombre, consiguiendo quitar la calma que instantes antes mostrara John, aunque sin sentirse atemorizado, sólo desconcertado. –Tomad, -añadió como si recordara algo, lanzándoles a cada uno un revolver plateado, que acertaron a coger con mayor o menor tino.- os harán falta, ah, y no os preocupéis por las balas, hay de sobra.
John fue el primero en probar un disparo, y tras comprobar en el tambor, vio que no faltaba ningún proyectil. Intrigado, cuando iba a alzar la voz para preguntar más a aquél hombre, escuchó como se cerraba una puerta con pestillo, por la que instantes antes había desaparecido el que les diera sus armas.
Quizá el menos impresionado de ellos, aunque otros no llegarían a admitirlo, fuera Lograine, que se limitó a preguntar un llano:
-¿Cuándo empezamos?
-Ahora mismo –fue la respuesta que obtuvo.
Aquél hombre, satisfecho en apariencia por la pregunta, pareció derretirse de golpe en una sustancia color oliva, que empezó a extenderse por toda la habitación, cubriéndola de un barniz en apariencia peligrosa. Antes incluso de que le diera tiempo a Lograine a cerrar la boca, abierta instintivamente por el asombro, aquella sustancia se inflamó y la casa comenzó a arder.
El nivel de agua en la casa alcanzaba ya casi el pecho del señor Lambert, y en el caso de D’Alembert estaba a punto de superarlo, cuando el primero se convenció de la imposibilidad de abrir la puerta de la casa, y la segunda salió un poco de su estado de shock.
-¿Qué se supone que debemos hacer ahora? –inquirió con miedo mal disimulado con mal humor el mayor, señalando al hombre.
-Ya os lo he dicho, sobrevivir –parecía algo hastiado y hasta aburrido, como si las cosas no estuvieran yendo como el quisiera-. Quizá tomaros esto os ayudaría a sobrevivir –sacó un frasquito de color azul, que parecían encerrar los reflejos de todos los mares.
Antes de que la mujer pudiera hacer nada, Lambert ya lo había cogido ansiosamente, y destapándolo sin miramientos y tragándose todo su contenido. Su barriga comenzó entonces a temblar y a hincharse lentamente, hasta alcanzar un tamaño aún mayor. Con aquella suerte de estómago, similar al de una vaca, el señor Lambert flotaba entonces sobre el agua que seguía creciendo en nivel. Comenzó a reír entonces, y cuando iba a decir algo, se dio cuenta de que el hombre no estaba allí.
Aterrorizada por completo, la señorita D’Alembert comenzó a ascender por las escaleras de una torre que parecía aún más alta por dentro que por fuera. Su ejercicio estaba a medio camino entre correr y nadar, y el agua parecía acelerar su crecida en tanto que ella ascendía con más rapidez. Veía cómo, en el centro de la estructura, ya que la escalera y su balconada daban vueltas a las paredes del edificio, riéndose como un demente, casi como si sufriera una alucinación, se dejaba llevar el señor Lambert hacia arriba.
Cuando la señorita comenzaba su huída de las aguas, en la mansión oeste ya había dos cadáveres en el suelo. Ambos con una bala entre pecho y espalda, abatidos por un John que se iba envalentonando, mientras Jack lo seguía con el arma en alto, aunque no había tenido tiempo de disparar.
-Venga piltrafilla, no tenemos todo el día. Apuesto a que hay más cabrones por aquí en esta ratonera, ¿menuda trampa nos han tendido a todos eh? –parecía disfrutar con ello.
-Tenemos que buscar una salida –protestó su compañero.
-Cobarde, ya sé que no vales mucho, pero no temas, mientras estés conmigo seguirás vivo.
Herido en su amor propio, se ahorró una respuesta que no iba a servir para mucho, y resolvió que lo mejor sería seguirle, adonde quiera que llevara aquello.
Lograine se dio cuenta en seguida de que llegar a la puerta resultaba del todo imposible, pues las llamas allí eran muchos más fuertes. No viendo ninguna otra salida aparente, decidió probar suerte escaleras arriba, ya que recordaba vagamente haber visto alguna ventana en el edificio. Confiando en que su premura fuera mayor que la de las llamas, comenzó a ascender las escaleras de madera, que esperaba que guardaran un cielo menos cálido que aquél repentino infierno en que se había convertido el señor, aunque no guardara tiempo para pensar en cosas tan extrañas como esa. Mientras ascendía, uno de sus pies se hundió en un tablón en apariencia igual al resto, y al sacarlo contuvo un grito de dolor, pues su pierna aparecía con un desgarrón merced a las astillas. Sangrando profusamente, siguió ascendiendo, sin imaginar siquiera la siguiente desazón que le esperaba.
Tan preocupada como estaba en subir y subir por aquella interminable escalera, D’Alembert no se había preocupado en mirar más a su inútil acompañante. Sin embargo, pasados unos minutos que parecían interminables, sintió que echaba en falta su risa siniestra, pues el silencio se le antojaba aún más incómodo y macabro. La impresión resultó ser acertada, pues cuando miró hacia al centro, en un primer momento no vio a Lambert. Instantes después, ahogando un grito de pánico, lo vio metros por debajo de las aguas. Su rostro, y el resto de su cuerpo, a excepción del estómago que ya presentaba un buen abombamiento, se habían hinchado. Los labios aparecían amoratados y la piel algo verdosa, todo ello con el estigma del ahogado. Se obligó a sí misma a sobreponerse al horror de perder a alguien, aunque fuera tan repugnante como aquél, y se obligó a continuar el agotador ascenso.
Seguían limpiando la planta baja. Donde quiera que fueran, encontraba gente dispuesta a disparar y, aunque Jack intentara apuntar siempre, la bala de John siempre llegaba antes. Las burlas de este último se iban haciendo cada vez más afiladas. Parecía que aquellas balas inagotables le iban como anillo al dedo, ya que más que apuntar descargaba una salva de proyectiles hacia todo lo que se moviera, sin excesiva precisión, y sin necesitarla. La frustración de Jack aumentaba en tanto seguía sin acertar, y seguían creciendo las pullas. Ambos parecían ajenos a lo extraño y demencial que aquella escena resultaba, cada uno con sus objetivos y reflexiones.
El pasillo superior, al que daba acceso la escalera de madera, parecía igual sino peor que el piso inferior, también con unas llamas anaranjadas que casi parecían tener vida propia, y no se mostraban muy amigables con Lograine. Por si albergaba dudas acerca de regresar por donde había venido, aquella rama del haya que era la escalera se vino abajo en un crepitar de llamas. Lograine entonces, evitando aquellas serpientes que intentaban lamer su cuerpo y consumirlo en ceniza, se había puesto un pañuelo al cuello y trastabillaba por el pasillo. La única puerta estaba al fondo del mismo, y fue la que alcanzó con alguna que otra picadura del fuego. Comprobó, ya sin sorpresa que estaba cerrada, y se lanzó con un hombro sobre ella. Viendo que su camisa se inflamaba al contacto con las llamas que lamían la puerta, y que esta no había llegado a ceder. Se envolvió la mano con una manga arrancada a la prenda y comenzó a golpear la puerta incesantemente, haciendo caso omiso a las llamas que ardían sobre su mano, y al intenso dolor que provocaban. Apretaba los dientes, y gritaba, gritaba contra todo y contra nada. Carruaje, mayordomo, aquél, señor, aquella escalera, el fuego, sobre todo el fuego. Y la puerta cedió.
El cansancio hacía mella en la señorita. Seguía ascendiendo, pero el vestido y las piernas le pesaban cada vez más. Sentía que iba perdiendo la ventaja que pudiera haberle ganado al agua, y cada vez tenía que avanzar entre más líquido, entrando en un bucle de desesperación. Cada vez que buscaba alguna solución, alguna salida, se encontraba lo mismo: los ojos vidriosos de Lambert que la miraban burlones. Cuando el agua volvía a alcanzar su pecho, que subía y bajaba como un tambor aporreado con fuerza y sin tiento, una idea se abrió paso en su acelerada mente. Superando la suprema repugnancia que le producía en muerte Lambert, mayor que en vida, y no era poco, se encaramó a la barandilla y saltó, asiéndose a aquél muñeco enfermizo y asqueroso que era entonces el muerto. Así, agarrada al cadáver, siguió ascendiendo al mismo ritmo que el agua, tratando de mirar lo menos posible a aquél desgraciado.
También una idea se había ido abriendo paso por la mente de Jack. Sus peticiones de abandonar el lugar habían sido desoídas con burlas. Cada vez que lo pedía se sentía más ignorado y herido. Tampoco ayudaba su suerte, ya que ninguna bala les había llegado a tocar, y John parecía disfrutar atendiendo a sus torpes agresores. Así que, tras terminar la parte superior, John se proponía subir a la segunda planta. La sombra de John, Jack, como dijimos, se había ido forjando una idea. Tras una vida de aguantar burlas, quizá pareciera normal otras más, pero sentía que aquél lugar lo cambiara todo. En parte porque era así, porque habían aceptado aquello como normalidad. Así, con una resolución fría, apuntó al único objetivo que sabía que no le iban a quitar. Sonó el disparador, salió una bala, y John no supo nunca cómo había llegado a morir al pie de aquellas escaleras.
En la habitación le esperaba más de los mismo. Hojas de haya amarillas y rojas personificadas en llamas que lamían las paredes del cuarto. Tan solo una diferencia, la ventana. Aquella escapatoria a un mundo menos delirante y doloroso. Acercándose con una cojera acentuada a la ventana, rompió los cristales con el puño en llamas, que pareció estallarle en cada uno de los golpes que dio al cristal. Este cayó sin grandes protestas, aunque el calor de las llamas próximas le sofocaba, y comprobó con pesar, al acercarse a la ventana, que la caída era mayor de lo que esperaba. Siguiendo un súbito impulso, se alejó unos pasos para coger carrerilla, y a la carrera, ignorando aquél sufrimiento que amenazaba con sepultarle bajo una losa en su cárcel de llamas, saltó por la ventana, asiéndose a una de las cortinas inflamadas en aquél infierno líquido.
Parecía imposible, pero D’Alembert había llegado al techo de aquella lanza en la montaña. Aquél pináculo inaccesible estaba coronado por una claraboya, que cuando llegó a una altura suficiente, abrió, escapando al tejado y dejando por fin su inmundo asidero, que comentaba a oler como el cadáver que era. Tras unos instantes respirando en la cima del mundo, la presión resultó excesiva para las paredes. La estructura no resistió, la paredes cedieron con el obsceno quejido de agonía de una bestia herida y se partieron en pedazos. El tejado bajó al mismo ritmo que el agua. Dejando a la señorita aturdida en el suelo, aunque apenas lastimada. Por su parte, el líquido elemento apagó el incendio en la casa próxima que no había llegado a contemplar la chica.
Pese a haber comprobado anteriormente la planta baja, cuando se dirigía de vuelta a la puerta y a punto de entrar en el vestíbulo principal, otros dos hombres aparecieron haciendo frente a Jack. Esta vez no tuvo que apuntar temblorosamente, ni siquiera le hizo falta mirarlos. Movió el arma hacia uno y otro y disparo, sin temor y sin dudas. Ambos cayeron al instante, y tras estas últimas bajas tiró su arma al suelo, con una seguridad que antes no tenía. Se dirigió tranquilo como nunca hasta entonces en aquél disparatado viaje, y traspasó la puerta, justo a tiempo para llegar a contemplar el resultado de los incidentes en los edificios vecinos.
De alguna forma, la cortina en llamas resistió lo suficiente bajo la presa de aquella antorcha que era su mano. Se redujo así la caída, quedando en un costalazo cuyo dolor palidecía al lado del de su pierna, ni qué decir que aquella extremidad que había logrado sacarle de allí. Sin tiempo para pensar, inmediatamente después de caer sintió como una ducha de agua caía sobre él, apagando cualquier fuego menor que pudiera haber quedado en sus prendas, y aliviando en parte el sufrimiento que mostraba su enrojecida piel por el calor. Pudo comprobar tras unos segundos que la herida de su pierna se había cauterizado, y cuando observó con dolor contenido su mano carbonizada, vio como la ceniza se amontonaba sobre el armazón informe que había quedado en lugar de esta, recomponiéndola tan milagrosamente que aquella agrupación de polvo, humo y su propia carne ya no le dolía.
Cuando se incorporó, se encontró con los dos compañero que le restaban a su lado, y ninguno se vio en la tesitura de hacer pregunta alguna. Tanto porque no ansiaban respuesta, como porque ya la conocían de antemano. Así, dejaron pasar unos instantes disfrutando de una sensación que hasta entonces no habían apreciado en toda su magnitud: seguir vivos. Salió entonces de entre las ruinas de la casa chamuscada, un hombre en un traje negro, con una camisa blanca y una corbata de un rojo perfecto. Los mocasines negros resonaban con un perfecto “tap, tap” y llevaba el pelo peinado impecablemente con la raya a la derecha. Todos ellos lo reconocieron al unísono como la persona que se habían encontrado nada más entrar en aquellos edificios.
-Como veréis, he cumplido lo que prometí –comenzó-. Tenéis cada uno lo que os faltaba. Habéis podido limpiar el peso de vuestro pasado, conseguir la confianza y el valor que tanto os echaban atrás o comprobado que os servís a vosotros mismos sin temores. Ya que habéis sobrevivido, imagino que sois capaces de apreciar esto por encima de cualquier cosa, sin embargo, para que no se me tache de avaro o tacaño, aquí tenéis tres bolsas idénticas a la de Fortunato –tendió en este momento tres pequeños saquitos de color marrón a cada uno de ellos-. Son para que podáis seguir construyendo vuestra propia existencia. Ahora el carruaje os está esperando, así que no os demoréis o lo perderéis.
No le dieron un agradecimiento que sabían que no quería ni necesitaba, e hicieron lo que les había recomendado: montaron en aquél carruaje, por primera vez rumbo a la vida.