martes, 11 de agosto de 2009

Notas de furia

Tam, tam, tam, tambores de guerra. El pellejo bien reseco de un alma bien libre a quién se dio la oportunidad de luchar por su vida, y la aprovechó como mejor pudo. La madera cardada en un intrincado dibujo de vetas, arañazos y pinturas rituales para sostener el tañido de una vida. El fondo hueco para que en todo el mundo resuenen su valentía y su fuerza. Los mazos también contaban con infinidad de marcas que narraban historias de haya que pudieron haber sido o no sido, pues los árboles, aunque no lo parezca, mienten. Y los brazos, ¿qué decir de los brazos? Fuertes como un toro, cada uno de ellos, pues debían serlo para aporrear percusión tan monstruosa, se hinchaban como melones maduros, surcados de cortes longitudinales que reseñaban las veces que se le había dado el honor de dirigir la marcha de la música. De las trece marcas, la última brillaba con un leve color sanguino que se destacaba por encima del naranja arenoso de que gozaban sus brazos y, en general, toda su piel. Aquellas ceñudas garras se cernían sobre los cuentos de antaño que cientos de años de árbol se habían llevado a la tumba, y que ahora tan sólo se reflejaban en oscuras y deliciosamente retorcidas tallas. Estas tan sólo prometían una muerte lenta y dolorosa, que se transmitía en cada nota. Nada de cuentos de hadas, de ninfas, náyades ni amores de bosque. Tampoco épicos héroes reinaban en la madera. Los muertos no son recordados y, aún teniendo hojas, no se concibe una excepción.
Un bramido. No, tú no lo entenderías, pero ellos sí. No hablan nuestro idioma. Difícilmente se podría decir que hablen un idioma, pero se entienden. En realidad, son mucho más sinceros que nosotros. Al hablar, podemos engañar, podemos decir lo que no es, escribir lo que no es, escuchar lo que no es... pero ellos no. Su lenguaje se componía de sensaciones y de emociones. El alto tono imprimía un carácter autoritario y seco, de urgencia. No es que fueran dados a agachar la cabeza, pero sabían cuándo era un momento para no obcecarse ni caer en riñas ni discusiones, y ese lo era. El timbre era grave, muy grave. Tan grave como correspondía a aquél que debía inflamar con sus arengas al resto de sus compañeros. Sus sonidos, sus gritos, todo lo que comprendía aquél grito estaba empapado de rabia y odio, mucho odio. Parecía que hubiera cogido cada una de las notas y las hubiera puesto a destinar en fuego y humo de tormenta, o tal vez las metiera en la fuente de los sentimientos rotos a acumular venganza y amargura a partes iguales hasta trazarlas con un marcado surco de muerte. El caso es que, imponiéndose sobre el monstruoso tormento del tambor, rasgó por un momento el aire como el fuego que trepa sobre las hojas secas de un libro, alzándose vivo, real, para ser correspondido por varios millares más. Por separado, ninguna de ellas podía igualar la de su director. Juntas, eran la más precisa descripción de un sentimiento que jamás se haya hecho. Si hubiera que describir la furia, cada una de sus voces hubiera sido indispensable y, sin ellas, habría quedado incompleto el telar en el que se tejen los hilos del sentir.
Un cuerno avanzó cuando recularon los gritos, secas las gargantas y arañadas las cuerdas vocales por las invisibles garras del aire, que se ensañó con aquellos que trataron de arañar unos segundos más a su canto y su querer, su querer matar. El orificio del instrumento, presa de una cornamenta tan imponente como azarosa, se retorcía como las mentes del enemigo, sometidas a tal despliegue de sinsentidos y razones para temblar. Si el pellejo es el alma, el cuerno es la fuerza y, con la fuerza, llegó la marcha. Cientos y cientos de pares de patas de cabra se pusieron a avanzar al unísono. Un repicar de cascos que invadió el aire y, pese a lo caótico, marcó un paso cómodo para seres con una zancada privilegiada respecto a los humanos que esperaban al otro lado.
Frente a los gritos de un frente, quedaron las órdenes concisas del otro. No servían para mitigar el miedo de ver las cornudas formas que se acercaban sin formación alguna, pero al menos permitían pensar en algo fijamente y evitar concentrarse en los rivales que se acercaban y que, cada vez más, se les echaban encima. Un soldado se limpió el sudor de la frente con la manga de un jubón desgastado. Realmente no era un soldado, pero alguien había decidido que lo fuera al menos aquél día, y quién sabía si más si llegaba a sobrevivir. En su vida había visto criaturas semejantes a aquella especie de hombres cabra que avanzaban hacia ellos y, desde luego, no se le habría ocurrido ponerse delante de la carga de aquellos brutales seres de no ser porque su mala suerte le había llevado a ser el mayor de los hermanos de una familia campesina. Lo que en principio se traducía en herencia, se había tornado milicia. El general por su parte no tenía tiempo de apartar el fruto del calor que una ornamentada cota de malla le producía. Tres cuervos negros grabados a fuego revoloteaban alrededor de un libro laminado sobre el soberbio y duro acero de su protección principal. La armadura era de cuerpo entero, y bajo esta se escondía una cota de malla, un chaleco de cuero y un jubón de seda, en este orden, para evitar que el metal destrozara el cuerpo en su interior. El pomo de la espada, arma requerida en un general, brillaba con un potente diamante, y el resto se reducía a una sobria vaina, ya que aún no había llegado a desenfundar. Un arquero sostenía su arco prieto, todo lo tenso que podía, mientras le temblaban las manos. Uno de estos esporádicos temblores le jugó una mala pasada, la mano le resbaló y dejó ir la cuerda de su arco. La flecha voló trazando una curva en el aire hasta ir a posarse a unos veinte metros de la fila frontal de aquellas bestias.
Por aquél entonces, se habían unido a los descumunales tambor y cuerno otros semejantes a ellos, pero menores en tamaño y potencia. A este coro, de pronto correspondió la voz de la persistencia. Estaba lisiado, sí, pero la carencia de una de sus patas de apoyo no evitaba que entonara su canto. Una llamada a proseguir, a prosperar, a tener éxito en su empresa y, en definitiva, a percutir sin descanso las líneas rivales. Llevaba tonos del torrente de primavera que arrastra las rocas a su paso, de las olas que salaban los acantilados que devoraban a su paso y del agua que fluye cuál torrente sobre todo lo que pisa la tierra. Era una nota de agua, en contraposición con el anterior fuego, pero no por ello menos peligrosa.
El fluir se hizo latente al tiempo que se pasaba por encima de los primeros caídos, de los que sobresalían astas de flecha y se retorcían entre estertores bajo los cascos de sus compañeros, que no les dedicaban ni una mirada. En vez de ello sus ojos inyectados en sangre se hacían presa de una fatal determinación. Al finalizar un redoble de tambor, y con más caídos por flechas, ambos frentes se encontraron. La colisión fue brutal, tanto que por un momento la incertidumbre reinó, y la música pareció detenerse para el oído de los contendientes. No obstante las notas siguieron sonando y los cadáveres siguieron cayendo, más rápido de lo que las notas podían arrancarse. Un carnero especialmente grande arrancó de un golpe de hacha el escudo a su rival, mientras que con la vuelta del revés reventaba el pecho, que se abría sanguinolento en vísceras y huesos, aunque encontraban a la victoriosa bestia demasiado ocupada con el siguiente para su contemplación.
Los caballeros picaron espuelas y se lanzaron lanza en ristre hacia los infernales seres, abatiendo las primeras líneas, que se abrieron a su paso como si fueran un río. Pero, al igual que haría un río, las aguas se giraron para envolverlos y, por si esto no era poco, otras bestias aparecieron. De entre la muchedumbre de cuerpos se alzaron otros mayores, que iniciaron la carga contra sus montados oponentes. Quizá no fueran tan rápidos, pero aquella extraña suerte de criaturas, pareja a la retenida en el laberinto de dédalo, eran más altas que caballo y jinetes juntos, y su musculatura no tenía par. Con algunos caídos frenaron la carga de los caballeros, que pronto se vieron asediados por los costados y desmontados. El general vio frente a sí uno de aquellos semitoros y, sin achantarse, descolgó la lanza del costado y empaló al brutal animal, que se retorció unos instantes antes de quedar inerte en la punta del arma. Trepando por encima de este, demasiado rápido para que el caballero del cuervo reaccionara, una de las bestias menores había escalado el pelaje del brutal animal y saltaba sobre el jinete. Una vez ambos estuvieron en el suelo, al que cayeron con un golpe sordo, la fuerza del animal se impuso una vez empezaron a forcejear y, tras arrancarle el yelmo de un golpe, perforar el cuello con sus garras fue tarea fácil.
Turuuu, anunciaron los cuernos, animándo a un último envite, pues el terror que infundían en los corazones de sus enemigos era suficiente para que las líneas humanas retrocedieran, por no hablar de la tenacidad de unos rivales que, con grandes tajos en el costado, se lanzaban con un ímpetu renovado contra sus oponentes. Al sonido del cuerno, el pelotón de nuestro desdichado primogénito desertó. Cuando se quiso dar cuenta, un grupo de cinco bestias lo rodearon. El pánico le invadió, y con los ojos a punto de salirse de sus órbitas sopesó la opción de pedir clemencia, de huír y de enfrentarse a aquellos seres. Sin embargo, no fue lo bastante rápido al decidir, y tampoco es que esto le hubiera servido de mucho. Segundos más tarde las bestias, con el ejército humano en desbandada tras haber pedido su caballería y ceder sus líneas metros y metros, comenzaron a pelearse por la suculenta carne del caído.
La voz se truncó, volviéndose apremiante y animando a comenzar con cacería posterior a las batallas, y esta no se hizo de rogar. Los carneros más jóvenes, y los más ansiosos de sangre y gloria se lanzaron colina abajo, siguiendo el olor de la carne humana. Poco a poco, con su mayor zancada, los fueron derribando. Al temeroso arquero lo encontraron oculto entre unos juncos y, tras estallar su cabeza contra una roca cercana, lo dejaron allí tirado para los buitres, puesto que los cobardes no eran dignos de ser devorados ni prestarían un ápice de fuerza a los que comieran su carne.
Concluída la cacería, se detuvieron los brazos empapados en sangre y gloria del Kothraku, "gloria del tambor", que podía presumir de tener trece cortes de victoria.