lunes, 30 de noviembre de 2009

Voluntad

Y una chispa de creación puede aliviar lo insulso del más gris de los días.

Y por eso las mujeres y los hombres vamos de compras, en ese orden por nuestro diferente tipo de aprecio al dinero.

Y por eso nos cortamos el pelo, porque dejamos de ser nosotros, dejamos de estar deprimidos, de ser melancólicos y repetitivos.

Y por eso nos vamos de vacaciones, porque al sentirnos ajenos podemos ser nosotros mismos realmente.

Y por eso mentimos, porque no nos gustamos y queremos que la realidad se acomode a nuestros deseos y no nuestras acciones.

Y por eso no se puede convencer a alguien de que se anime, porque es su voluntad de cambiar y no la nuestra la que realmente puede cambiarle.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Y miras por la ventana
viendo la lluvia ayer
sintiendo sus suaves caricias,
en verdad no quieres ver.
Se te escapan las razones,
las que yo también pensé,
te despiertas, hablas a voces,
no sabes ni para quién.
Pues todo ya es amargura,
nada encuentras al querer
que no halla pasado a la vida
de lo que pudo ser y no fue.
Sientes ya tu alma rota,
algo tuvo que caer,
se partieron los pedazos
que componía tu ser
y te ves cosído y hambriento
sin nada ya que comer,
te alimentas de los versos
que luz no pudieron tener.
Tú a todos los opacaste
a ninguno yo encontré,
pues de mí los escondías
con razón, ahora lo sé.

De garfios de manos en ristre
tu secreto se escapó
luz diste a la simiente
pero ya se marchitó.
En verdad marchita estaba
de no ver jamás el sol,
toca buscar más semilla
para encontrar el verdor.
Mas tú, que tanto esperas
sigues sin ver el error,
con afán y esmero riegas
lo que hace tiempo murió.
Piensa, en última instancia
que Amanecer volvió
que la verdad cuando espera
demora también el olvido.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Realidad de ensueño

Cayó del sueño de golpe, rasgándose el telón que separaba ambas realidades, onírica y vigilia, vigilia y onírica. Veía cómo se desfiguraban aquellos que instantes antes habían estado paseando por ese camino del cielo, saludando entre las nubes a los pasajeros del avión que circulaba bajo el cielo. La alfombra, otrora recta y geométricamente perfecta estaba ahora ondulante, en constante cambio, y pintada por los dedos inexpertos de un niño con más pinturas de las que es capaz de diferenciar por sí mismo. Sus compañeros se iban confundiendo con la parte real, si es que real se puede llamar, acogiendo uno la cuadratura que da el sentirse una cajonera de caoba, al tanto que otra se iba aplananto y estilizando hasta casi convertirse en un poster de su artista favorita, dejándose caer con lentitud en la pared, como agitada por un viento intangible. Los cajones se abrían y cerraban de forma caótica, tentando al azar y a la suerte con su mal tino, desalojando de la vista todo rastro de coherencia o de dulce realidad modelable. El dulzor de una sensación de acomodo se había tornado en constante ambigüedad, en doble pertenencia y ninguna, en la habilidad para estar en medio del conflicto, guerra civil de una misma persona, partida el alma de la coherencia y el fin mismo de la razón por la mitad. Pimienta, azufre, azucena, jazmín, canela o almizcle, todo olía con la fragancia que emula a todas y se escapa de descripciones vanas. Por la ventana entraba una luz tornasolada, que de pronto viraba a morado y con un sutil salto de malva se posaba en el rojo, transformando con su simple soplo unas formas de por sí más volubles que el humo del cigarro que cae en la ventana siempre antes de dormir.
De repente se apagó la luz. Se oyó un chasquido, y cuando volvió la luminosidad, tras unos instantes sin sol ni luna, todo había recuperado su tono natural. Nada de voluptuosidad, nada de magia ni de matices espectaculares. No había modos ni potencias que se escaparan a la imaginación, todo muy vano y vacío tras el despliegue, casi desfile, de pura posibilidad que se había mostrado. Hijos directos de las ideas, aquellas habían sido los regalos que se guardan junto al quicio de la puerta, para que no vean los que pasan con demasiada prisa, pero retengan en cambio aquellos suficientemente audaces y valientes como para ir con calma y sin miendo al encuentro de Morfeo, y que no temen a la tentación de volver la vista atrás y perder lo ansiado en el hades al momento de escapar del encierro. Es el hermano mayor de esos sueños, recuerdos e imaginaciones que, estando conscientes sin estar despiertos, cuando la manta nos protege firmemente del mundo exterior, moldeamos en su desenlace y reconocemos, aún con una lastimosa parquedad de detalles, en la memoria una vez despertamos. Nos pueden resultar proféticos, malas (o buenas) jugadas del subconsciente y aún simples divagaciones, pero siempre gratas hasta el más profundo despertar, momento en que estallan como una pompa de jabón frente a los ojos de un extasiado niño.
Sin embargo, esta vez, por la profundidad de su ensueño, la memoria permaneció más vívida y capaz que nunca antes. Tanto fue así que sintió la imperiosa necesidad de escribir. Comenzó a revolver en los cajones, echando al suelo cachivaches de todo tipo, monóculos, pequeñas esferas del mundo, sellos, todo se fue al suelo hasta que al fin dio con lo que buscaba: un pequeño estuche, del que extrajo una estilográfica negra con filigranas plateadas. Rápidamente le quitó la capucha, sin darse cuenta, siquiera sin concebir, que no había papel en aquella habitación. Por más trastos y enseres que desechó, por más cajones y baldas que revolvió, ni una sóla hoja pudo encontrar.
Tanta obsesión tenía, que comenzó por aquella amiga que yacía pegada a la pared. Comenzó allí sus locuaces e increíbles descripciones, copando por completo aquél poster. Le siguieron entonces aquellas paredes y aquél techo que el singular avión había ahondado, y por las que el camino serpenteaba sin rumbo ni dimensión definida. Los muebles también sufrieron el acoso de la incesante pluma, ya que no era quién a dejar de escribir. A cada segundo se le ocurría una nueva situación, una nueva imagen contemplada venía a su mente. A veces era tan solo un estado, mientras que otras todo su mundo cambiaba barrido por el aletear de una mariposa, y no podía dejarse nada, o no podría compartir con la gente aquella delicia. No teniendo otra cosa más a mano, comenzó a tintar la ropa, no dejando en pie traje, corbata o camisa susceptible de recoger el testimonio de aquél hada negra que era la tinta. Todo el vestuario se llenó de color negro, y la pluma incansable seguía escupiendo fantasía tras fantasía.
Llegó a tal extremo, que no quedó nada en la habitación más que él, desnudo, su ropa ya empapada en el mágico brebaje, que pintar. Comenzó la laboriosa tarea que llevaba horas y horas realizando en loco empeño mas, cuando había llegado a la mitad de su cuerpo, observó que la tinta se corría y se volvía completamente ilegible. Frustrado y rabiando, limpió su piel de aquél líquido oscuro, y decidió solucionar el problema de la forma más rápida posible. Con la punta de la pluma perforaba la piel para llegar a introducir bajo ella a la narradora de historias, consiguiendo así que se fijase el invento chino.
Terminada la tarea, o al menos toda posibilidad de ella que le quedaba, desfalleció, rendido al fin. Cuando se levantó, estaba allí para verlo la mayor colección de vocales del mundo, pues las consonantes son demasiado incompletas como para referir las visiones que tuvo que soportar según algunos, y pudo disfrutar según otros.
Sea cuál fuere el caso, aún hay estudiosos que tratan de sacar la pauta y poder completar con las letras que faltan hoy en día. Yo, rezo porque no lo consigan, y guardo en mi cuerpo la última llave que separa al ser humano de la demencia.

martes, 17 de noviembre de 2009

La mano del muerto

Levantó con cuidado, tembloroso, la primera carta. El ocho de picas comenzó a arrastrar sus pesares de nuevo, llevándole a otra ciega perdida, así que echó un trago a su segundo vaso de whisky.
Siempre bebía cuando jugaba, siempre era whisky, y siempre sin hielo. Algunos decían que eso le había llevado a la ruina, que de un buen jugador había quedado un despojo que conseguía apenas mantenerse, cuando no llegaba a casa con los bolsillos vacíos de un farol que su vacilante mirada le había delatado. El alcohol ha arruinado muchas notables carreras, de todo tipo y condición. Los pintores pierden el norte, el rumbo, y sus pinceladas pierden la decisión y el trazo grueso y decidido para difuminar los contornos de lo que podría haber sido una obra de arte. En los médicos se manifiesta esta aflicción con la ansiedad, la dificultad con el trato de los enfermos, que lo sienten enrarecido e incluso en peores condiciones que ellos mismos y sus errores y malos diagnósticos se multiplican hasta hacerse prácticamente intolerables. Los profesores pierden el interés que pudieran tener por su labor y comienzan a copiar por sistema, encontrándose en ocasiones más somnolientos que sus ya de por sí poco aplicados alumnos, consiguiendo arruinar cursos enteros por sus malas aplicaciones. A los escritores les oscurece la escritura, volviéndola a un tiempo pesimista y meditabunda, colándose por las rendijas que esta le deja y pudriendo el espíritu noble y la voluntad emprendedora y trabajadora que el esfuerzo labró, de tal suerte que la personalidad acaba carcomida. Muchas vidas ilustres, entre las que se cuentan las cierto galés y cierto bostoniano, ambos célebres, se vieron consumidas por este letal líquido. Él sin embargo se defendía diciendo que vivir sin alcohol ya era morir. Que cada paso entre delicia y tortura era una victoria, y que cada trago que su estómago aceptaba retener un consuelo para encontrar la paz que, de otro modo, se le negaba. Ni discrepaba de tolerancia ni le importaba, se hacía partícipe del "con copa, puro y sombrero" que tantos otros acuñaran en su estilo y dedicación al juego.
Precisamente el tabaco era un hábito que no le recriminaban, pues gran cantidad de los jugadores de la mesa aquél día sostenían entre sus dedos, tiznados de amarillos los más jóvenes, aquella hoja transatlántica, que por todo el mundo se extendía. John hacía anidar un cigarrillo casi consumido entre sus dedos, intentando apurarlo para evitar tener que recurrir una vez más a su pitillera, ya que creía que traía mal fario, y nunca jugaba en estas ocasiones. No obstante, decía que era un juego de hombres y que él, como tal, fumaba. Su actitud, en cambio, daba pie a pensar lo contrario. Alan era más frío, tabaco del negro y corbata, no solía hablar mucho y, desde luego, no compartía su manía ni su cobardía. La experiencia la ponía Nick, el mayor de todos, casi igualado en antigüedad por la pipa que chupaba muy de cuando en cuando. En cuanto a Collins, era el único que compartía su afición por los puros y, en verdad, el que más se le parecía. No obstante, a su lado reposaba un vaso de agua colmado de hielos, prueba de que consideraba más importante que él mantener la concentración en el juego.
Cuando la primera ronda de apuestas, que iba a la ciega grande, llegó hasta él, se obligó a levantar la segunda carta, descubriendo el as de diamantes. Dejó volar el par de fichas rojas hasta el montón central, relamiéndose nervioso y volviendo a poner rápidamente boca abajo sus cartas. Desconfiaba de la mano del hombre muerto tanto como confiaba en ella, y eso era mucho decir. Sus anteriores intentos habían sido fútiles, pero se negaba a retirarse de la mesa.
Flop, primera aventura. Tres, jota y ocho. Mirada nerviosa al resto de jugadores. Doble ciega de Alan, seguida por Nick y Collins, y tirada por John, hasta aquí no hay sorpresa.
-¿Tan rápido te ha quitado el flop tus esperanzas? -le retó Collins, divertido, contando su dinero sonoramente, más como provocación que tratando de intimidarle.
Cuatro fichas fueron las que cayeron sobre la mesa, igualando la apuesta y causando diversión a todos los presentes, excepto a Alan. Simplemente le perforó con sus ojos de amatista, duros como el propio mineral, y dejó a los callos de sus manos deslizarse por las cartas lentamente. La segunda carta quemada fue cedida al montón de los sueños sin cumplir, y se asomó el primer as a la mesa.
Alan pasó, Collin subió, retándole esta vez tan solo con una sonrisa burlona, mientras que Nick, entreabriendo los labios, hizo una pausa antes de tirar también sus cartas. Se aposentó mejor entonces, dando un sorbo de su cerveza, decidido a observar el espectáculo hasta el final, del que él ya no podía participar. Dejando escapar un suspiro, más de alivio que de pesar, y casi entonando el "al río", igualó la apuesta de nuevo, esperando ver la suerte que le deparaba.
Alan volvió a igualar a regañadientes, y fue esta vez un segundo ocho la compañera de baile al final. Viendo el nerviosismo de un rival, y la poca convicción de otro, Collin subió lo justo para que el jugador tuviera que salir de la mesa.
-¿Me vas a dar ya todo lo que tienes? -comentó con sorna.
Con un brillo en los ojos que hasta entonces no había dejado traslucir repuso -Todo tuyo -con más frialdad de la que acostumbraba.
Desconcertado Collin, Alan salió de la mesa, permitiendo descubrir cómo el as y el ocho de Andrew destronaban la jota y el as de Collin, que no daba crédito.
Se levantó Andrew con ímpetu, con gesto sereno, luciendo más tranquilidad de la que había tenido en mucho tiempo. Sentía como si su estrella brillara de nuevo, y sin entretenerse en más puyas inútiles con Collins, pidió otro whisky. Mientras su sombra se extendía sobre la larga mesa de juego, proyectando a su lado la luz de una de las pocas lámparas del local.
Tras recoger el vaso, y antes siquiera de llegar a probarlo, sintió frío, resonó el eco del disparo en su cabeza y cayó al suelo, muerto ya.
Lo único que Collins acertó a decir cuando le interrogaron fue:
-No era él... estoy seguro de que no era él... iba a desplumarnos y luego a arrancarnos la piel... lo vi, era él, y era monstruoso...

Hay quién dice que fue la mano del muerto, hay quién dice que la sombra del diablo. Por mi parte, prefiero pensar que un hombre puede redimirse incluso a cuarenta grados.

lunes, 16 de noviembre de 2009

No dejes pasar la luz

Se despertó malherido por los vapores del alcohol. Removiéndose insanamente en la cama, trató de demorar lo más posible el momento de levantarse. Vuelta a la izquierda. Vuelta a la derecha. Vuelta a la izquierda. Vuelta a la derecha. Se llevó las manos a la cara para curarse de la maltratada claridad que se cruzaba la persiana cerrada y dotaba la habitación de un halo rojizo de demencia. Las paredes reflejaban los cuadros algo torcidos, algo desviados de su natural tendencia a la perfección. Las líneas se pudrían en un sinfín de contornos difusos y se desvirtuaba la realidad, perdiéndose la geometría euclídea en un suelo que se ondulaba al tiempo que se mantenía firme. La mesa, que podía observar de reojo a cada vuelta que daba, y que parecían no tener fin, se volvía más y más amenazadoramente por momentos. Su madera se oscurecía de un triste y terrorífico castaño, las vetas se hinchaban cual venas, y los cajones lo observaban como un trío de ojos informes y malencarados. La silla se había vuelto hacia él, dejando que la ropa que había sobre ella colgara como una baba asquerosa y repulsiva que le obligó a dejar de mirarla en el momento en que pensó que podía abalanzarse hacia él y devorarlo antes de que le diera tiempo a gritar.

De hecho, precisamente eso intentó. Abrió y cerró su garganta repetidas veces, tratando de formular distintas frases, distinto sonidos, aunque fuera uno solo… pero ninguno acudió. La desesperación acuñó con sus severas garras las arrugas de preocupación en su rostro y el pánico se incrementó en la medida que vio que nadie sería capaz de escucharle, nadie conocía su situación y nadie le encontraría jamás. Se aferró la garganta tratando en vano de exprimir algún sonido, consiguiendo tan solo magullarse el cuello. Intentó también golpear las paredes con la desesperación del loco, martilleando sus propios puños hasta que se enrojecieron y comenzaron a dolerle más de lo que se veía capaz de soportar en aquél momento.

Cuando paró, el martilleo fue a su cabeza. Bum, bum; bum, bum; bum, bum. Cadencia seca y concisa que repetía como el estribillo de una improvisada canción creada por la más cruel de las imaginación de un torturador. Fue entonces su cabeza la que se golpeó, cuál piedra que se desploma pendiente abajo, contra la pared, hasta que al fin, jadeante y en el suelo, consiguió aplacar un poco su indecible tormento.

Tropezando y dando traspiés, logró incorporarse lo suficiente para avanzar semierguido, destacando una chepa que de por sí no era muy prominente. Atravesó a trompicones el suelo que se inclinaba en todas direcciones y ninguna al mismo tiempo, resarciéndose contra aquellos tacones de aguja que anteriormente le hirieron. Se agarró a la manilla de una puerta que cedió y casi le precipitó de vuelta a la horizontal. Colgando de aquella serpiente que comenzó a enroscarse alrededor de su brazo, se levantó como pudo y la arrojó lejos, a un rincón de la habitación en que sus ojos inquisidores, de pupila vertical y venenosa cómo sólo una serpiente puede ser, se unieron al demonio de la mesilla en sus sermoneos incriminadotes.

Encerrado en el baño de su habitación, con la puerta entornada, perforó la oscuridad con su mano, a tientas, encontrando el borde de un lavabo que no recordaba tan cortante. Sediento, abrió el grifo, dejando que se derramara un poco de líquido, antes de llenarse el primer vaso. Como cualquiera abatido por las fiebres de etanol, apuró el primer contenido del recipiente sin vacilar, dándose unos instantes para asentar el estómago antes de continuar. Repitió la operación tantas veces que le pareció que podría explotar, pero cada vez que lo hacía tenía más y más sed. En un momento, no supo exactamente cuando, notó que algo iba mal. Notó un sabor intenso, persistente, en la boca. La sal mezclada con… algo más. El regusto metálico del hierro delató al elemental líquido e hizo que el desdichado saliera corriendo despavorido del habitáculo, de vuelta a la habitación.

El miedo le había impelido a salir del cuarto de baño, pero el asco que sentía hizo que no pudiera contener las arcadas y vomitó una papilla compuesta de bilis, sangre y licores espirituosos varios sobre el suelo de la habitación, en el que acto seguido resbaló, cayendo hacia delante. Con una luxación en el codo, se aprovechó de la pendiente del cuarto para ponerse en pie trabajosamente.

Olía a vómito y a muerte, y apenas sí se soportaba, por lo que recurrió a la ventana como salvación. El error fue obvio cuando ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Nada más levantar la persiana, la luz escarlata y malsana que atravesó la sangre pegada al cristal le iluminó, y pudo ver con claridad cómo ante su ventana se apilaban miembros humanos, pertenecientes a un cadáver al que alguien se hubiera olvidado de poner cabeza.

Sin pensarlo en modo alguno, volvió corriendo al baño, donde llegó a tiempo de ver cómo la bañera, el lavabo y el bidé escupían sangre a borbotones, y ya comenzaban a llenar el suelo de la habitación. Confundido y desquiciado hasta el extremo, se puso a sollozar y a rezar en un rincón de su habitación, clamando porque aquél repulsivo escenario del infierno acabara de una vez, mas sus súplicas tuvieron que esperar aún unos agónicos minutos. Los que tardaron aquellos surtidores de inmundicia y sangre negruzca en inundar aquella estancia y ahogar al desdichado, que vagaba ya errabundo entre tierras de cadáveres y sepulturas, grabando con las uñas en el suelo su propio epitafio en un lenguaje que hasta entonces creía desconocer, mientras el aire se burlaba de él y se negaba a regresar a su cuerpo. No paraba de ingerir más y más líquido, que trataba sin éxito de escupir, convirtiéndose en una vorágine de destrucción que culminó en los agónicos estertores de la muerte.

A la mañana siguiente fue encontrado muerto, ahogado en su propio vómito en el suelo de la habitación. Comprobaron que había ingerido gran cantidad de alcohol la noche anterior, y a nadie sorprendió que un perro como ese acabara apaleándose a sí mismo. Lo que no resultó tan sencillo de explicar fue por qué había una serpiente en la habitación, o qué era lo que hacía un lavabo lleno de sangre, cuando ni el animal ni el hombre presentaban herida o corte alguno.



No obstante, murió un alcohólico más, ¿a quién le importa?

Testimonios arrugados

Firmé mi sentencia de muerte en una servilleta de bar. Yo estaba allí, ella estaba allí. La miraba cuando creía que ella no lo hacía, devoraba con mis ojos cada instante de sus facciones, asimilándolas, tratando de grabarlas en mi memoria para cuando el modelo de mi arte ya no estuviera allí. Pedimos algo, nada especial. Tampoco tenía que serlo, ella era lo más especial del mundo, lo demás, accesorio. La cerveza corría a mis labios y aliviaba fugazmente las ganas de volver a sumergir mis ojos verdes, ¿o eran marrones entonces? en su cuerpo. Recorrían su cuello sin pudor mientras aquél batido hacía que subiera y bajara de una forma más deliciosa de la que habría podido esperar. Seguían cada curva del perfil de su rostro mientras cruzaba dos palabras con el camarero y, cuando comía algo, no abandonaba un segundo el movimiento de aquellos pequeños labios, de aquella boca que, fantaseaba, dirigía a mí todas y a la vez ninguna de las palabras que he alcanzado a soñar en años. Perseguí el contoneo mágico de su cuerpo cuando se fue al baño, y una vez se perdió tras la puerta volví a anestesiarme con el líquido dorado, esperando a que llegara, y masticando ocasionalmente para distraer, cosa imposible, mi mente del momento pasado y del momento futuro, olvidada toda posibilidad de un presente sin ella, ausente. Pero al final caí. Un instante, sólo con eso bastó. Mi lengua se me hacía de trapo y parecía que toda mi actividad mental se destinaba a los ojos, ya que pese a que ella parecía no notarlo, yo me sentía el ser más estúpido sobre la faz de la tierra (con escasas excepciones, a las que no quiero quitar su privilegio en dicho ranking). Al parecer no fue suficiente. Un descuido, mis ojos, tratando de alcanzar los suyos en un renuncio, pero no fue tal. De repente, movida quizás por una alteración en el tono de mi voz, o quizá un silencio demasiado largo, tampoco presté atención, levantó la mirada y me vio. No llegó a un segundo, pues al momento dejé caer la mía que, desesperada, vagó por la mesa hasta encontrar el servilletero, del que rápidamente extraje un remiendo de papel para una herida que no tenía fin. Me limpié, habida cuenta que cualquier otra cosa hubiera resultado extraña, y arrojé al cenicero de cristal, vacío y roto, mi confesión y mi abandono unilateral. Acababa de darle mi vida.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Borracho de amor, de suenos, de infiernos que se tornan paraíso con un cambio de estación, o vuelan con alas de fuego hacia un perfecto infinito en la aurora de un lugar sin cuentos. Primera copa que escurre sus últimas gotas sobre la imaginación sobrealimentada de esperanzas y asfixiada en nulos objetivos. Tierna la desgracia en la segunda que tira el dominó sin la última pieza, puzzle roto a la mitad, abrigo descosido de alfileres aún prendidos que hieren el pecho y el querer. Fogosa la tercera que llama al cantar, al seguir, al correr, al volar hacia el anhelo, a realizar con motas de color del delito la ensoñación imperecedera del subconsciente, que caduca con cada luna y se modela a cada instante. Ebrio de sentimientos castrados, con duros y sordos quejidos que aterran el resto del alma y atormentan los sentidos, causan oscuros desgarron, tornan negro lo vivido, nublan cada día que pasa, oscurecen todo con el olvido. Y retomaré cauce de sangriento vino, y seguiré tras de tres, el cuarto que me espera, y entre las cuatro paredes y los cuatro ríos de pasión desgranaré mis entrañas en líneas que, quién sabe, quizás enseñe al sol.