Cayó del sueño de golpe, rasgándose el telón que separaba ambas realidades, onírica y vigilia, vigilia y onírica. Veía cómo se desfiguraban aquellos que instantes antes habían estado paseando por ese camino del cielo, saludando entre las nubes a los pasajeros del avión que circulaba bajo el cielo. La alfombra, otrora recta y geométricamente perfecta estaba ahora ondulante, en constante cambio, y pintada por los dedos inexpertos de un niño con más pinturas de las que es capaz de diferenciar por sí mismo. Sus compañeros se iban confundiendo con la parte real, si es que real se puede llamar, acogiendo uno la cuadratura que da el sentirse una cajonera de caoba, al tanto que otra se iba aplananto y estilizando hasta casi convertirse en un poster de su artista favorita, dejándose caer con lentitud en la pared, como agitada por un viento intangible. Los cajones se abrían y cerraban de forma caótica, tentando al azar y a la suerte con su mal tino, desalojando de la vista todo rastro de coherencia o de dulce realidad modelable. El dulzor de una sensación de acomodo se había tornado en constante ambigüedad, en doble pertenencia y ninguna, en la habilidad para estar en medio del conflicto, guerra civil de una misma persona, partida el alma de la coherencia y el fin mismo de la razón por la mitad. Pimienta, azufre, azucena, jazmín, canela o almizcle, todo olía con la fragancia que emula a todas y se escapa de descripciones vanas. Por la ventana entraba una luz tornasolada, que de pronto viraba a morado y con un sutil salto de malva se posaba en el rojo, transformando con su simple soplo unas formas de por sí más volubles que el humo del cigarro que cae en la ventana siempre antes de dormir.
De repente se apagó la luz. Se oyó un chasquido, y cuando volvió la luminosidad, tras unos instantes sin sol ni luna, todo había recuperado su tono natural. Nada de voluptuosidad, nada de magia ni de matices espectaculares. No había modos ni potencias que se escaparan a la imaginación, todo muy vano y vacío tras el despliegue, casi desfile, de pura posibilidad que se había mostrado. Hijos directos de las ideas, aquellas habían sido los regalos que se guardan junto al quicio de la puerta, para que no vean los que pasan con demasiada prisa, pero retengan en cambio aquellos suficientemente audaces y valientes como para ir con calma y sin miendo al encuentro de Morfeo, y que no temen a la tentación de volver la vista atrás y perder lo ansiado en el hades al momento de escapar del encierro. Es el hermano mayor de esos sueños, recuerdos e imaginaciones que, estando conscientes sin estar despiertos, cuando la manta nos protege firmemente del mundo exterior, moldeamos en su desenlace y reconocemos, aún con una lastimosa parquedad de detalles, en la memoria una vez despertamos. Nos pueden resultar proféticos, malas (o buenas) jugadas del subconsciente y aún simples divagaciones, pero siempre gratas hasta el más profundo despertar, momento en que estallan como una pompa de jabón frente a los ojos de un extasiado niño.
Sin embargo, esta vez, por la profundidad de su ensueño, la memoria permaneció más vívida y capaz que nunca antes. Tanto fue así que sintió la imperiosa necesidad de escribir. Comenzó a revolver en los cajones, echando al suelo cachivaches de todo tipo, monóculos, pequeñas esferas del mundo, sellos, todo se fue al suelo hasta que al fin dio con lo que buscaba: un pequeño estuche, del que extrajo una estilográfica negra con filigranas plateadas. Rápidamente le quitó la capucha, sin darse cuenta, siquiera sin concebir, que no había papel en aquella habitación. Por más trastos y enseres que desechó, por más cajones y baldas que revolvió, ni una sóla hoja pudo encontrar.
Tanta obsesión tenía, que comenzó por aquella amiga que yacía pegada a la pared. Comenzó allí sus locuaces e increíbles descripciones, copando por completo aquél poster. Le siguieron entonces aquellas paredes y aquél techo que el singular avión había ahondado, y por las que el camino serpenteaba sin rumbo ni dimensión definida. Los muebles también sufrieron el acoso de la incesante pluma, ya que no era quién a dejar de escribir. A cada segundo se le ocurría una nueva situación, una nueva imagen contemplada venía a su mente. A veces era tan solo un estado, mientras que otras todo su mundo cambiaba barrido por el aletear de una mariposa, y no podía dejarse nada, o no podría compartir con la gente aquella delicia. No teniendo otra cosa más a mano, comenzó a tintar la ropa, no dejando en pie traje, corbata o camisa susceptible de recoger el testimonio de aquél hada negra que era la tinta. Todo el vestuario se llenó de color negro, y la pluma incansable seguía escupiendo fantasía tras fantasía.
Llegó a tal extremo, que no quedó nada en la habitación más que él, desnudo, su ropa ya empapada en el mágico brebaje, que pintar. Comenzó la laboriosa tarea que llevaba horas y horas realizando en loco empeño mas, cuando había llegado a la mitad de su cuerpo, observó que la tinta se corría y se volvía completamente ilegible. Frustrado y rabiando, limpió su piel de aquél líquido oscuro, y decidió solucionar el problema de la forma más rápida posible. Con la punta de la pluma perforaba la piel para llegar a introducir bajo ella a la narradora de historias, consiguiendo así que se fijase el invento chino.
Terminada la tarea, o al menos toda posibilidad de ella que le quedaba, desfalleció, rendido al fin. Cuando se levantó, estaba allí para verlo la mayor colección de vocales del mundo, pues las consonantes son demasiado incompletas como para referir las visiones que tuvo que soportar según algunos, y pudo disfrutar según otros.
Sea cuál fuere el caso, aún hay estudiosos que tratan de sacar la pauta y poder completar con las letras que faltan hoy en día. Yo, rezo porque no lo consigan, y guardo en mi cuerpo la última llave que separa al ser humano de la demencia.
De repente se apagó la luz. Se oyó un chasquido, y cuando volvió la luminosidad, tras unos instantes sin sol ni luna, todo había recuperado su tono natural. Nada de voluptuosidad, nada de magia ni de matices espectaculares. No había modos ni potencias que se escaparan a la imaginación, todo muy vano y vacío tras el despliegue, casi desfile, de pura posibilidad que se había mostrado. Hijos directos de las ideas, aquellas habían sido los regalos que se guardan junto al quicio de la puerta, para que no vean los que pasan con demasiada prisa, pero retengan en cambio aquellos suficientemente audaces y valientes como para ir con calma y sin miendo al encuentro de Morfeo, y que no temen a la tentación de volver la vista atrás y perder lo ansiado en el hades al momento de escapar del encierro. Es el hermano mayor de esos sueños, recuerdos e imaginaciones que, estando conscientes sin estar despiertos, cuando la manta nos protege firmemente del mundo exterior, moldeamos en su desenlace y reconocemos, aún con una lastimosa parquedad de detalles, en la memoria una vez despertamos. Nos pueden resultar proféticos, malas (o buenas) jugadas del subconsciente y aún simples divagaciones, pero siempre gratas hasta el más profundo despertar, momento en que estallan como una pompa de jabón frente a los ojos de un extasiado niño.
Sin embargo, esta vez, por la profundidad de su ensueño, la memoria permaneció más vívida y capaz que nunca antes. Tanto fue así que sintió la imperiosa necesidad de escribir. Comenzó a revolver en los cajones, echando al suelo cachivaches de todo tipo, monóculos, pequeñas esferas del mundo, sellos, todo se fue al suelo hasta que al fin dio con lo que buscaba: un pequeño estuche, del que extrajo una estilográfica negra con filigranas plateadas. Rápidamente le quitó la capucha, sin darse cuenta, siquiera sin concebir, que no había papel en aquella habitación. Por más trastos y enseres que desechó, por más cajones y baldas que revolvió, ni una sóla hoja pudo encontrar.
Tanta obsesión tenía, que comenzó por aquella amiga que yacía pegada a la pared. Comenzó allí sus locuaces e increíbles descripciones, copando por completo aquél poster. Le siguieron entonces aquellas paredes y aquél techo que el singular avión había ahondado, y por las que el camino serpenteaba sin rumbo ni dimensión definida. Los muebles también sufrieron el acoso de la incesante pluma, ya que no era quién a dejar de escribir. A cada segundo se le ocurría una nueva situación, una nueva imagen contemplada venía a su mente. A veces era tan solo un estado, mientras que otras todo su mundo cambiaba barrido por el aletear de una mariposa, y no podía dejarse nada, o no podría compartir con la gente aquella delicia. No teniendo otra cosa más a mano, comenzó a tintar la ropa, no dejando en pie traje, corbata o camisa susceptible de recoger el testimonio de aquél hada negra que era la tinta. Todo el vestuario se llenó de color negro, y la pluma incansable seguía escupiendo fantasía tras fantasía.
Llegó a tal extremo, que no quedó nada en la habitación más que él, desnudo, su ropa ya empapada en el mágico brebaje, que pintar. Comenzó la laboriosa tarea que llevaba horas y horas realizando en loco empeño mas, cuando había llegado a la mitad de su cuerpo, observó que la tinta se corría y se volvía completamente ilegible. Frustrado y rabiando, limpió su piel de aquél líquido oscuro, y decidió solucionar el problema de la forma más rápida posible. Con la punta de la pluma perforaba la piel para llegar a introducir bajo ella a la narradora de historias, consiguiendo así que se fijase el invento chino.
Terminada la tarea, o al menos toda posibilidad de ella que le quedaba, desfalleció, rendido al fin. Cuando se levantó, estaba allí para verlo la mayor colección de vocales del mundo, pues las consonantes son demasiado incompletas como para referir las visiones que tuvo que soportar según algunos, y pudo disfrutar según otros.
Sea cuál fuere el caso, aún hay estudiosos que tratan de sacar la pauta y poder completar con las letras que faltan hoy en día. Yo, rezo porque no lo consigan, y guardo en mi cuerpo la última llave que separa al ser humano de la demencia.
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