Levantó con cuidado, tembloroso, la primera carta. El ocho de picas comenzó a arrastrar sus pesares de nuevo, llevándole a otra ciega perdida, así que echó un trago a su segundo vaso de whisky.
Siempre bebía cuando jugaba, siempre era whisky, y siempre sin hielo. Algunos decían que eso le había llevado a la ruina, que de un buen jugador había quedado un despojo que conseguía apenas mantenerse, cuando no llegaba a casa con los bolsillos vacíos de un farol que su vacilante mirada le había delatado. El alcohol ha arruinado muchas notables carreras, de todo tipo y condición. Los pintores pierden el norte, el rumbo, y sus pinceladas pierden la decisión y el trazo grueso y decidido para difuminar los contornos de lo que podría haber sido una obra de arte. En los médicos se manifiesta esta aflicción con la ansiedad, la dificultad con el trato de los enfermos, que lo sienten enrarecido e incluso en peores condiciones que ellos mismos y sus errores y malos diagnósticos se multiplican hasta hacerse prácticamente intolerables. Los profesores pierden el interés que pudieran tener por su labor y comienzan a copiar por sistema, encontrándose en ocasiones más somnolientos que sus ya de por sí poco aplicados alumnos, consiguiendo arruinar cursos enteros por sus malas aplicaciones. A los escritores les oscurece la escritura, volviéndola a un tiempo pesimista y meditabunda, colándose por las rendijas que esta le deja y pudriendo el espíritu noble y la voluntad emprendedora y trabajadora que el esfuerzo labró, de tal suerte que la personalidad acaba carcomida. Muchas vidas ilustres, entre las que se cuentan las cierto galés y cierto bostoniano, ambos célebres, se vieron consumidas por este letal líquido. Él sin embargo se defendía diciendo que vivir sin alcohol ya era morir. Que cada paso entre delicia y tortura era una victoria, y que cada trago que su estómago aceptaba retener un consuelo para encontrar la paz que, de otro modo, se le negaba. Ni discrepaba de tolerancia ni le importaba, se hacía partícipe del "con copa, puro y sombrero" que tantos otros acuñaran en su estilo y dedicación al juego.
Precisamente el tabaco era un hábito que no le recriminaban, pues gran cantidad de los jugadores de la mesa aquél día sostenían entre sus dedos, tiznados de amarillos los más jóvenes, aquella hoja transatlántica, que por todo el mundo se extendía. John hacía anidar un cigarrillo casi consumido entre sus dedos, intentando apurarlo para evitar tener que recurrir una vez más a su pitillera, ya que creía que traía mal fario, y nunca jugaba en estas ocasiones. No obstante, decía que era un juego de hombres y que él, como tal, fumaba. Su actitud, en cambio, daba pie a pensar lo contrario. Alan era más frío, tabaco del negro y corbata, no solía hablar mucho y, desde luego, no compartía su manía ni su cobardía. La experiencia la ponía Nick, el mayor de todos, casi igualado en antigüedad por la pipa que chupaba muy de cuando en cuando. En cuanto a Collins, era el único que compartía su afición por los puros y, en verdad, el que más se le parecía. No obstante, a su lado reposaba un vaso de agua colmado de hielos, prueba de que consideraba más importante que él mantener la concentración en el juego.
Cuando la primera ronda de apuestas, que iba a la ciega grande, llegó hasta él, se obligó a levantar la segunda carta, descubriendo el as de diamantes. Dejó volar el par de fichas rojas hasta el montón central, relamiéndose nervioso y volviendo a poner rápidamente boca abajo sus cartas. Desconfiaba de la mano del hombre muerto tanto como confiaba en ella, y eso era mucho decir. Sus anteriores intentos habían sido fútiles, pero se negaba a retirarse de la mesa.
Flop, primera aventura. Tres, jota y ocho. Mirada nerviosa al resto de jugadores. Doble ciega de Alan, seguida por Nick y Collins, y tirada por John, hasta aquí no hay sorpresa.
-¿Tan rápido te ha quitado el flop tus esperanzas? -le retó Collins, divertido, contando su dinero sonoramente, más como provocación que tratando de intimidarle.
Cuatro fichas fueron las que cayeron sobre la mesa, igualando la apuesta y causando diversión a todos los presentes, excepto a Alan. Simplemente le perforó con sus ojos de amatista, duros como el propio mineral, y dejó a los callos de sus manos deslizarse por las cartas lentamente. La segunda carta quemada fue cedida al montón de los sueños sin cumplir, y se asomó el primer as a la mesa.
Alan pasó, Collin subió, retándole esta vez tan solo con una sonrisa burlona, mientras que Nick, entreabriendo los labios, hizo una pausa antes de tirar también sus cartas. Se aposentó mejor entonces, dando un sorbo de su cerveza, decidido a observar el espectáculo hasta el final, del que él ya no podía participar. Dejando escapar un suspiro, más de alivio que de pesar, y casi entonando el "al río", igualó la apuesta de nuevo, esperando ver la suerte que le deparaba.
Alan volvió a igualar a regañadientes, y fue esta vez un segundo ocho la compañera de baile al final. Viendo el nerviosismo de un rival, y la poca convicción de otro, Collin subió lo justo para que el jugador tuviera que salir de la mesa.
-¿Me vas a dar ya todo lo que tienes? -comentó con sorna.
Con un brillo en los ojos que hasta entonces no había dejado traslucir repuso -Todo tuyo -con más frialdad de la que acostumbraba.
Desconcertado Collin, Alan salió de la mesa, permitiendo descubrir cómo el as y el ocho de Andrew destronaban la jota y el as de Collin, que no daba crédito.
Se levantó Andrew con ímpetu, con gesto sereno, luciendo más tranquilidad de la que había tenido en mucho tiempo. Sentía como si su estrella brillara de nuevo, y sin entretenerse en más puyas inútiles con Collins, pidió otro whisky. Mientras su sombra se extendía sobre la larga mesa de juego, proyectando a su lado la luz de una de las pocas lámparas del local.
Tras recoger el vaso, y antes siquiera de llegar a probarlo, sintió frío, resonó el eco del disparo en su cabeza y cayó al suelo, muerto ya.
Lo único que Collins acertó a decir cuando le interrogaron fue:
-No era él... estoy seguro de que no era él... iba a desplumarnos y luego a arrancarnos la piel... lo vi, era él, y era monstruoso...
Hay quién dice que fue la mano del muerto, hay quién dice que la sombra del diablo. Por mi parte, prefiero pensar que un hombre puede redimirse incluso a cuarenta grados.
Siempre bebía cuando jugaba, siempre era whisky, y siempre sin hielo. Algunos decían que eso le había llevado a la ruina, que de un buen jugador había quedado un despojo que conseguía apenas mantenerse, cuando no llegaba a casa con los bolsillos vacíos de un farol que su vacilante mirada le había delatado. El alcohol ha arruinado muchas notables carreras, de todo tipo y condición. Los pintores pierden el norte, el rumbo, y sus pinceladas pierden la decisión y el trazo grueso y decidido para difuminar los contornos de lo que podría haber sido una obra de arte. En los médicos se manifiesta esta aflicción con la ansiedad, la dificultad con el trato de los enfermos, que lo sienten enrarecido e incluso en peores condiciones que ellos mismos y sus errores y malos diagnósticos se multiplican hasta hacerse prácticamente intolerables. Los profesores pierden el interés que pudieran tener por su labor y comienzan a copiar por sistema, encontrándose en ocasiones más somnolientos que sus ya de por sí poco aplicados alumnos, consiguiendo arruinar cursos enteros por sus malas aplicaciones. A los escritores les oscurece la escritura, volviéndola a un tiempo pesimista y meditabunda, colándose por las rendijas que esta le deja y pudriendo el espíritu noble y la voluntad emprendedora y trabajadora que el esfuerzo labró, de tal suerte que la personalidad acaba carcomida. Muchas vidas ilustres, entre las que se cuentan las cierto galés y cierto bostoniano, ambos célebres, se vieron consumidas por este letal líquido. Él sin embargo se defendía diciendo que vivir sin alcohol ya era morir. Que cada paso entre delicia y tortura era una victoria, y que cada trago que su estómago aceptaba retener un consuelo para encontrar la paz que, de otro modo, se le negaba. Ni discrepaba de tolerancia ni le importaba, se hacía partícipe del "con copa, puro y sombrero" que tantos otros acuñaran en su estilo y dedicación al juego.
Precisamente el tabaco era un hábito que no le recriminaban, pues gran cantidad de los jugadores de la mesa aquél día sostenían entre sus dedos, tiznados de amarillos los más jóvenes, aquella hoja transatlántica, que por todo el mundo se extendía. John hacía anidar un cigarrillo casi consumido entre sus dedos, intentando apurarlo para evitar tener que recurrir una vez más a su pitillera, ya que creía que traía mal fario, y nunca jugaba en estas ocasiones. No obstante, decía que era un juego de hombres y que él, como tal, fumaba. Su actitud, en cambio, daba pie a pensar lo contrario. Alan era más frío, tabaco del negro y corbata, no solía hablar mucho y, desde luego, no compartía su manía ni su cobardía. La experiencia la ponía Nick, el mayor de todos, casi igualado en antigüedad por la pipa que chupaba muy de cuando en cuando. En cuanto a Collins, era el único que compartía su afición por los puros y, en verdad, el que más se le parecía. No obstante, a su lado reposaba un vaso de agua colmado de hielos, prueba de que consideraba más importante que él mantener la concentración en el juego.
Cuando la primera ronda de apuestas, que iba a la ciega grande, llegó hasta él, se obligó a levantar la segunda carta, descubriendo el as de diamantes. Dejó volar el par de fichas rojas hasta el montón central, relamiéndose nervioso y volviendo a poner rápidamente boca abajo sus cartas. Desconfiaba de la mano del hombre muerto tanto como confiaba en ella, y eso era mucho decir. Sus anteriores intentos habían sido fútiles, pero se negaba a retirarse de la mesa.
Flop, primera aventura. Tres, jota y ocho. Mirada nerviosa al resto de jugadores. Doble ciega de Alan, seguida por Nick y Collins, y tirada por John, hasta aquí no hay sorpresa.
-¿Tan rápido te ha quitado el flop tus esperanzas? -le retó Collins, divertido, contando su dinero sonoramente, más como provocación que tratando de intimidarle.
Cuatro fichas fueron las que cayeron sobre la mesa, igualando la apuesta y causando diversión a todos los presentes, excepto a Alan. Simplemente le perforó con sus ojos de amatista, duros como el propio mineral, y dejó a los callos de sus manos deslizarse por las cartas lentamente. La segunda carta quemada fue cedida al montón de los sueños sin cumplir, y se asomó el primer as a la mesa.
Alan pasó, Collin subió, retándole esta vez tan solo con una sonrisa burlona, mientras que Nick, entreabriendo los labios, hizo una pausa antes de tirar también sus cartas. Se aposentó mejor entonces, dando un sorbo de su cerveza, decidido a observar el espectáculo hasta el final, del que él ya no podía participar. Dejando escapar un suspiro, más de alivio que de pesar, y casi entonando el "al río", igualó la apuesta de nuevo, esperando ver la suerte que le deparaba.
Alan volvió a igualar a regañadientes, y fue esta vez un segundo ocho la compañera de baile al final. Viendo el nerviosismo de un rival, y la poca convicción de otro, Collin subió lo justo para que el jugador tuviera que salir de la mesa.
-¿Me vas a dar ya todo lo que tienes? -comentó con sorna.
Con un brillo en los ojos que hasta entonces no había dejado traslucir repuso -Todo tuyo -con más frialdad de la que acostumbraba.
Desconcertado Collin, Alan salió de la mesa, permitiendo descubrir cómo el as y el ocho de Andrew destronaban la jota y el as de Collin, que no daba crédito.
Se levantó Andrew con ímpetu, con gesto sereno, luciendo más tranquilidad de la que había tenido en mucho tiempo. Sentía como si su estrella brillara de nuevo, y sin entretenerse en más puyas inútiles con Collins, pidió otro whisky. Mientras su sombra se extendía sobre la larga mesa de juego, proyectando a su lado la luz de una de las pocas lámparas del local.
Tras recoger el vaso, y antes siquiera de llegar a probarlo, sintió frío, resonó el eco del disparo en su cabeza y cayó al suelo, muerto ya.
Lo único que Collins acertó a decir cuando le interrogaron fue:
-No era él... estoy seguro de que no era él... iba a desplumarnos y luego a arrancarnos la piel... lo vi, era él, y era monstruoso...
Hay quién dice que fue la mano del muerto, hay quién dice que la sombra del diablo. Por mi parte, prefiero pensar que un hombre puede redimirse incluso a cuarenta grados.
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