lunes, 16 de noviembre de 2009

No dejes pasar la luz

Se despertó malherido por los vapores del alcohol. Removiéndose insanamente en la cama, trató de demorar lo más posible el momento de levantarse. Vuelta a la izquierda. Vuelta a la derecha. Vuelta a la izquierda. Vuelta a la derecha. Se llevó las manos a la cara para curarse de la maltratada claridad que se cruzaba la persiana cerrada y dotaba la habitación de un halo rojizo de demencia. Las paredes reflejaban los cuadros algo torcidos, algo desviados de su natural tendencia a la perfección. Las líneas se pudrían en un sinfín de contornos difusos y se desvirtuaba la realidad, perdiéndose la geometría euclídea en un suelo que se ondulaba al tiempo que se mantenía firme. La mesa, que podía observar de reojo a cada vuelta que daba, y que parecían no tener fin, se volvía más y más amenazadoramente por momentos. Su madera se oscurecía de un triste y terrorífico castaño, las vetas se hinchaban cual venas, y los cajones lo observaban como un trío de ojos informes y malencarados. La silla se había vuelto hacia él, dejando que la ropa que había sobre ella colgara como una baba asquerosa y repulsiva que le obligó a dejar de mirarla en el momento en que pensó que podía abalanzarse hacia él y devorarlo antes de que le diera tiempo a gritar.

De hecho, precisamente eso intentó. Abrió y cerró su garganta repetidas veces, tratando de formular distintas frases, distinto sonidos, aunque fuera uno solo… pero ninguno acudió. La desesperación acuñó con sus severas garras las arrugas de preocupación en su rostro y el pánico se incrementó en la medida que vio que nadie sería capaz de escucharle, nadie conocía su situación y nadie le encontraría jamás. Se aferró la garganta tratando en vano de exprimir algún sonido, consiguiendo tan solo magullarse el cuello. Intentó también golpear las paredes con la desesperación del loco, martilleando sus propios puños hasta que se enrojecieron y comenzaron a dolerle más de lo que se veía capaz de soportar en aquél momento.

Cuando paró, el martilleo fue a su cabeza. Bum, bum; bum, bum; bum, bum. Cadencia seca y concisa que repetía como el estribillo de una improvisada canción creada por la más cruel de las imaginación de un torturador. Fue entonces su cabeza la que se golpeó, cuál piedra que se desploma pendiente abajo, contra la pared, hasta que al fin, jadeante y en el suelo, consiguió aplacar un poco su indecible tormento.

Tropezando y dando traspiés, logró incorporarse lo suficiente para avanzar semierguido, destacando una chepa que de por sí no era muy prominente. Atravesó a trompicones el suelo que se inclinaba en todas direcciones y ninguna al mismo tiempo, resarciéndose contra aquellos tacones de aguja que anteriormente le hirieron. Se agarró a la manilla de una puerta que cedió y casi le precipitó de vuelta a la horizontal. Colgando de aquella serpiente que comenzó a enroscarse alrededor de su brazo, se levantó como pudo y la arrojó lejos, a un rincón de la habitación en que sus ojos inquisidores, de pupila vertical y venenosa cómo sólo una serpiente puede ser, se unieron al demonio de la mesilla en sus sermoneos incriminadotes.

Encerrado en el baño de su habitación, con la puerta entornada, perforó la oscuridad con su mano, a tientas, encontrando el borde de un lavabo que no recordaba tan cortante. Sediento, abrió el grifo, dejando que se derramara un poco de líquido, antes de llenarse el primer vaso. Como cualquiera abatido por las fiebres de etanol, apuró el primer contenido del recipiente sin vacilar, dándose unos instantes para asentar el estómago antes de continuar. Repitió la operación tantas veces que le pareció que podría explotar, pero cada vez que lo hacía tenía más y más sed. En un momento, no supo exactamente cuando, notó que algo iba mal. Notó un sabor intenso, persistente, en la boca. La sal mezclada con… algo más. El regusto metálico del hierro delató al elemental líquido e hizo que el desdichado saliera corriendo despavorido del habitáculo, de vuelta a la habitación.

El miedo le había impelido a salir del cuarto de baño, pero el asco que sentía hizo que no pudiera contener las arcadas y vomitó una papilla compuesta de bilis, sangre y licores espirituosos varios sobre el suelo de la habitación, en el que acto seguido resbaló, cayendo hacia delante. Con una luxación en el codo, se aprovechó de la pendiente del cuarto para ponerse en pie trabajosamente.

Olía a vómito y a muerte, y apenas sí se soportaba, por lo que recurrió a la ventana como salvación. El error fue obvio cuando ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Nada más levantar la persiana, la luz escarlata y malsana que atravesó la sangre pegada al cristal le iluminó, y pudo ver con claridad cómo ante su ventana se apilaban miembros humanos, pertenecientes a un cadáver al que alguien se hubiera olvidado de poner cabeza.

Sin pensarlo en modo alguno, volvió corriendo al baño, donde llegó a tiempo de ver cómo la bañera, el lavabo y el bidé escupían sangre a borbotones, y ya comenzaban a llenar el suelo de la habitación. Confundido y desquiciado hasta el extremo, se puso a sollozar y a rezar en un rincón de su habitación, clamando porque aquél repulsivo escenario del infierno acabara de una vez, mas sus súplicas tuvieron que esperar aún unos agónicos minutos. Los que tardaron aquellos surtidores de inmundicia y sangre negruzca en inundar aquella estancia y ahogar al desdichado, que vagaba ya errabundo entre tierras de cadáveres y sepulturas, grabando con las uñas en el suelo su propio epitafio en un lenguaje que hasta entonces creía desconocer, mientras el aire se burlaba de él y se negaba a regresar a su cuerpo. No paraba de ingerir más y más líquido, que trataba sin éxito de escupir, convirtiéndose en una vorágine de destrucción que culminó en los agónicos estertores de la muerte.

A la mañana siguiente fue encontrado muerto, ahogado en su propio vómito en el suelo de la habitación. Comprobaron que había ingerido gran cantidad de alcohol la noche anterior, y a nadie sorprendió que un perro como ese acabara apaleándose a sí mismo. Lo que no resultó tan sencillo de explicar fue por qué había una serpiente en la habitación, o qué era lo que hacía un lavabo lleno de sangre, cuando ni el animal ni el hombre presentaban herida o corte alguno.



No obstante, murió un alcohólico más, ¿a quién le importa?

1 comentario:

Miriam dijo...

Sigo odiándote, sigues escribiendo asquerosamente igual de bien que antes!
Me encanta, como siempre, es rutina ya!