lunes, 16 de noviembre de 2009

Testimonios arrugados

Firmé mi sentencia de muerte en una servilleta de bar. Yo estaba allí, ella estaba allí. La miraba cuando creía que ella no lo hacía, devoraba con mis ojos cada instante de sus facciones, asimilándolas, tratando de grabarlas en mi memoria para cuando el modelo de mi arte ya no estuviera allí. Pedimos algo, nada especial. Tampoco tenía que serlo, ella era lo más especial del mundo, lo demás, accesorio. La cerveza corría a mis labios y aliviaba fugazmente las ganas de volver a sumergir mis ojos verdes, ¿o eran marrones entonces? en su cuerpo. Recorrían su cuello sin pudor mientras aquél batido hacía que subiera y bajara de una forma más deliciosa de la que habría podido esperar. Seguían cada curva del perfil de su rostro mientras cruzaba dos palabras con el camarero y, cuando comía algo, no abandonaba un segundo el movimiento de aquellos pequeños labios, de aquella boca que, fantaseaba, dirigía a mí todas y a la vez ninguna de las palabras que he alcanzado a soñar en años. Perseguí el contoneo mágico de su cuerpo cuando se fue al baño, y una vez se perdió tras la puerta volví a anestesiarme con el líquido dorado, esperando a que llegara, y masticando ocasionalmente para distraer, cosa imposible, mi mente del momento pasado y del momento futuro, olvidada toda posibilidad de un presente sin ella, ausente. Pero al final caí. Un instante, sólo con eso bastó. Mi lengua se me hacía de trapo y parecía que toda mi actividad mental se destinaba a los ojos, ya que pese a que ella parecía no notarlo, yo me sentía el ser más estúpido sobre la faz de la tierra (con escasas excepciones, a las que no quiero quitar su privilegio en dicho ranking). Al parecer no fue suficiente. Un descuido, mis ojos, tratando de alcanzar los suyos en un renuncio, pero no fue tal. De repente, movida quizás por una alteración en el tono de mi voz, o quizá un silencio demasiado largo, tampoco presté atención, levantó la mirada y me vio. No llegó a un segundo, pues al momento dejé caer la mía que, desesperada, vagó por la mesa hasta encontrar el servilletero, del que rápidamente extraje un remiendo de papel para una herida que no tenía fin. Me limpié, habida cuenta que cualquier otra cosa hubiera resultado extraña, y arrojé al cenicero de cristal, vacío y roto, mi confesión y mi abandono unilateral. Acababa de darle mi vida.

1 comentario:

Miriam dijo...

Te lo diré en una palabra, no más:
PRECIOSO.
Sigue escribiendo así, así me gusta jaja
:)