sábado, 9 de mayo de 2009

Reflexión travestida

Hoy es sábado. Sí, no es una declaración demasiado reveladora, pero por algún sitio hay que empezar. Los sábados suelen ser interesantes, la gente hace cosas tan diversas como ir al cine, de excursión, practicar deporte, quedar para ver partidos... yo probablemente salga y beba. Sí, la originalidad en su forma más triste e inapelable, dado que es presa de una costumbre añeja ya (woo, ¡con mi edad puedo decir que tengo una costumbre añeja!). De todos modos, de momento no me ha ido mal ni me ha disgustado, así que, salvo variar rutas e itinerarios, tampoco se esperan mayores cambios, y tampoco se desean. Después de amargarme un fin de semana, de tragar con exámenes y demás mierdas, y de seguir como se supone que debería, me encuentro con que a mis padres les da por quejarse. Mis ganas de emigrar se van incrementando paulatinamente, conforme se incrementan mis ganas de que me dejen en paz. No tengo ganas de aguantar sermones ni monsergas, sé lo que hago, y si es bueno o no apechugaré con lo que me toque.
Y para no variar, me he desviado de lo que inicialmente pensaba escribir, así que cortamos aquí (el que quiera entender que entienda, y el que quiera saber más que pregunte) y vamos a seguir con un fragmento de la entrada que realmente debería haber escrito, si mi mente no fuera tan dispersa y disoluta:
Ser escritor es un castigo. Ya no lo diré por el esfuerzo que requiere, ni porque en muchos casos impere un escaso o nulo reconocimiento. Tampoco porque puede llegar a ser frustrante la incapacidad para escribir, o más concretamente para escribir lo que quieres contar. No aludiré ya siquiera a las escasas posibilidades de ganarse la vida, no, los tiros van en otra dirección. Si eres escritor, tienes ciertas obligaciones. Si tienes la necesidad de escribir, no hay otra que prime. Esto puede llevar a que, un sábado (aún con las connotaciones de un sábado), tengas que levantarte de la cama porque las palabras están bailando sobre tu cabeza, y no quieres que se te escapen. Una vez me levanté, hube escrito algo y estuvo la luz encendida, el sueño me abandonó por completo. Ligero ante el mundo, al menos era la única alma en pie de la casa, y el ordenador amablemente me cedió unos megas de música y ensayos de Lomu y O'Driscoll para contribuir a despertar de forma escalonada.
En definitiva, malditas sean las palabras, maldito el folio en blanco y maldito el amor por ambos.