Hace un par de años fue cuando abandoné el jardín. Me costó mucho, ya que me pasaba al menos un par de horas al día dando vueltas por el mismo. Disfrutaba de la hierba fresca bajo mis pies desnudos, y cómo la tierra húmeda se me colaba entre los dedos cuando comenzaba la primavera. En verano, todo se vestía con un manto de amapolas y margaritas, que no por simples perdían su incólume belleza. Tenía a mi disposición los frutos de un naranjo, un melocotonero y una parra, que se había adherido casi sin darnos cuenta a la pared trasera de la casa. Con las naranjas hacíamos, de pequeñas, guerras mi hermana y yo. Los aguerridos proyectiles volaban de un lado a otro del jardín, impactando las más de las veces en el suelo, otras en el árbol tras el que nos ocultábamos, y unas pocas en nuestra rival, sucesos grandemente celebrados por lo escaso de los mismos. Tras estas guerras, desechando unos pocos frutos que estaban demasiado magullados, hacíamos una selección. Los más resistentes los partíamos en trocitos pequeños y, en un delicado cuenco de porcelana, recuerdo de uno de los viajes del abuelo, los servíamos, dejándolos encima de la mesa de la cocina para cogerlos cuando quisiéramos. Duraban poco, todo hay que decirlo, pero había naranjas suficientes. Las otras, las que habían sufrido más, pero aún eran aceptables, las guardábamos en una cesta. Esta iba directa a la cocina, y siempre cogíamos cinco o seis, diseccionábamos su cuerpo en dos mitades con precisión cirujana, y exprimíamos ambas mitades, viendo con deleite como escurría el zumo por las paredes del exprimidor. Lidiábamos antes de nada con pulpa y pepitas, haciendo pasar por un discreto colador metálico el mejunje resultante, y saliendo por tanto nosotras victoriosas de ese fugaz encuentro. Luego nos tomábamos nuestro merecido y bien fabricado reconstituyente, mientras compartíamos las curiosidades de un día que siempre era interesante.
Pararé un segundo aquí con el jardín para remitirme al abuelo. Siempre le recordaré con cariño, pese a lo poco que estuve con él. Murió cuando apenas contaba yo ocho años, pero los cuentos siguen ahí. Era un coronel británico, “de los buenos”, como él nos solía decir siempre a mi hermana y a mí. Normalmente no estaba en casa. Iba a la India, a Marruecos, a España… mil lugares mágicos, pero siempre volvía, y traía algo consigo. El cuenco que antes os había dicho, bueno, me había dicho, fue un recuerdo de China. Nos contó una vez en que el Gran Emperador le recompensó con él, y una buena suma de dinero, cuando echó del trono del país asiático a un usurpador y le permitió recuperar su poder. Él nos trajo en cuenco y el cuento, y desde entonces ha estado aquí, con el olor del abuelo, a fantasía y a viejo. Mentaré también como segundo y último ejemplo, aunque podría haber muchos más, la mesita que antes citara. Esta la ganó apostando en Marruecos a un señor muy poderoso. Tan poderoso era, que cuando perdió mandó asesinar a mi abuelo y recuperar la mesa. Intrépidamente pudo mi abuelo escapar de allí y volver con nosotros, y afortunadamente no ha venido árabe alguno a reclamar el mueble, así que aquí seguirá. Desgraciadamente la edad afecta a todos, y a mi abuelo también, por eso falleció a los sesenta y dos años, que aunque no parezcan muchos, lo colmaron de achaques y lo acabaron postrando antes de sucumbir finalmente.
Volviendo a una historia más alegre, la del jardín, vamos con los melocotones. Por las uvas no voy a pasar, ya que de la madre del vino no hay nada reseñable que decir, ahí estaban y de ahí las cogíamos. Los melocotones en cambio eran otra cosa. Estos sí que dieron juego a lo largo de mi vida. Mi hermana era alérgica y no podía comerlos, de hecho nunca había probado uno. Por eso yo disfrutaba torturándola, diciéndole lo buenos que estaban y deleitándome en su consumición delante de ella siempre que podía. Más de una regañina me llevé de este modo, pero sé que mereció la pena. Ahora ya no puedo disfrutar de este placer ya que, aunque me traen de vez en cuando melocotones, no es lo mismo que cuando yo mismo podía recoger la fruta del árbol y contemplar su cara de anhelo e impotencia, mientras me demoraba deliberadamente antes de ingerirla. Aunque no me arrepiento. La siguiente estación, el otoño, tenía mucho que ver con la primavera y con la tierra mojada, pero también con el crujido de las hojas. Tirarnos encima de los montones que previamente se habían recogido era una de nuestras actividades favoritas, aunque luego acabáramos huyendo por los alrededores de la casa, intentando evitar en vano que nos llegara la hora de recoger aquellas enormes pilas. La estación que sigue al verano pasaba, como todas, y llegaba el invierno. Siempre lo detesté, la tierra estaba dura y no podía salir todo lo que quería. Era de salud delicada, y más de una vez me pasé semanas enteras en cama con fiebre, y con el médico temiendo por mi vida. No era como ahora, que estoy en la cama porque yo quiero, desde luego. El invierno, por tanto, dejaba que pasara por el jardín y me legara la ilusión de seguir minuciosamente el nacer de nuevos brotes en la tierra en lo alto, en las ramas. Sin embargo pensé, y creo que con acierto, que debía quedarme aquí. ¿Qué pensaría si llega y me ve en el jardín? Probablemente que no le he esperado, que he seguido mi vida sin él, y se iría sin siquiera saludar, sin que pudiera explicarle. Así que decidí guarecerme en casa. Así no tendría ninguna excusa ni lugar a confusión. Cuando venga picará y seré yo quién abra la puerta, y verá que le esperaba. Sí, por eso ya no salgo fuera, por eso me quedo aquí…