Salgo a la calle. Todo esta lleno de gente, más que la mayoría de los días. Hay un funeral en la iglesia de enfrente, ayer se murió la abuela de un amigo. ¿Casualidad? Probablemente, no le vi a él ni a ningún otro conocido. Un guardia de tráfico dirigiendo lo que su nombre indica. Coches por todas partes. Me planto cerca de la iglesia, aunque a unos metros de distancia por respeto, a esperar. Un cuarto de hora es el límite que me doy, y se cumple, no ha venido. No debería sorprenderme, siempre llega tarde, o no llega. Tampoco tiene móvil, debería tenerlo. Cruzo la carretera y subo por una calle algo más pequeña. Dos autobuses recién aparcados y marea de gente. Tiene pinta de viaje del inserso. Me pregunto cuánto contaminará toda aquella marea, o mareas, más bien: metálica y humana. Sigo para adelante, pasando entre las murallas de gente. Qué poca consideración, pero no me sorprende. No es la primera vez que a las personas (les regalo este apodo que normalmente no corresponde) les falta cantar el tan infantil "a tapar la calle, que no pase nadie" para rematar la jugada. Sorteada la barrera humana, consigo llegar al supermercado. Una cerveza, negra, y unos filipinos, blancos. El mundo al revés, quizás. No me importa parecer un poco yonki, la calle es de todos y no molesto a nadie. Además, la cerveza no sienta nada mal antes de comer. Empezamos a caminar. Resulta más aburrido hacerlo solo, pero la música ayuda a superar un poco el tedio. Tras pasar la primera recta, giro a la izquierda. Dejo a mi lado "La Sindical". Así llamada, en su originalidad, porque acoge las sedes de la gran mayoría de los sindicatos de la ciudad. Acera y a la derecha la autopista. El paisaje va degenerando. En vez de tener delante de mí el mar de coches, tráfico y gente, están obreros, gente quizá sin techo que se dedica a limpiar parabrisas, viejos que quizá no deberían haber envejecido tanto. Uno me mira y mira mi cerveza. Pese a no ser exactamente normal, no debe ser habitual ver a gente como yo por esta zona. Cada paso me acerca una fábrica, un obrero, una vida probablemente más pesarosa que la mía. Quizá más feliz, no podría saberlo, pero más dura, eso no lo dudo. Dejo pasar parques maltrechos, pintadas en las paredes. El sol pega con justicia, quizá sea por la hora que hay menos gente, aunque algo me invita a dudarlo. La vieja estación queda a la derecha ya, tanto he avanzado en las vías del tren. Gente dirigiéndose a ellas, quizá mejor no saber a qué. Finalmente, el puente. Nunca algo había sido tan metafórico y literal a la vez. Al alcanzar la blanca y brillante estructura metálica que pasa por encima de las vías del tren vuelvo a la vida normal. Transeúntes de lo más corriente yendo de un lado a otro con bolsas, compras, niños que vuelven de clase, más policías. Cruzo el puente, entro en un bar y pido un café. Voy al baño, ha sido un largo paseo, y vuelvo a la barra. Un euro, no son los ochenta céntimos del presidente pero no está mal. Ojeo el periódico, sesentaisiete millones de euros, lo escribo entero para que se vea más largo, por un tal Kaká, y la portada se la dedican a otro que quieren fichar. Me planteo qué haría cualquiera de ellos, cualquiera de aquellos obreros con ese dinero. Me pregunto por qué no se echan las manos a la cabeza, por qué no huelgas, por qué no lucha. Añoro ese ambiente fabril de la ciudad del siglo diecinueve, y principios del veinte. Envidio a los que pudieron ver eso, aunque quizá no a los que tuvieron que vivirlo. Esto no puedo llamarlo ciudad. Es la hora, apuro el café y salgo. Voy a la salida del instituto, sale ella. Me alieno un poco, me ahorro pensar, pero al menos sonrío, y espero que alguno de ellos, con una llave inglesa quizá, también lo esté haciendo.
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