lunes, 8 de diciembre de 2008

El comienzo con el fin

Miraba impertérrito a sus pies cómo la razón de su existencia, la mano que le daba de comer y el que hasta ese momento había ejercido su voluntad sobre él se desvanecía de esta existencia para pasar... ¿para pasar adonde? Siempre había considerado las cosas tal y cómo se las había marcado, si la línea que señalaba era recta, daba igual que se tratara del contorno de un ave, era recta, pero ahora que no estaba se planteaba, entre otras muchas cuestiones, dónde estaría. Se le había dicho, tal y como marcaba la religión, que el monarca habría ido a un reino mejor en el que, dada su buena voluntad y su sabiduría en este mundo terrenal sería recompensado en consecuencia de forma magnánima y generosa, pero ahora que no había ya motivos para creer eso se empezaba a cuestionar demasiadas cosas...

Pero sin embargo, su argumentación se detenía cuando pensaba precisamente en que tendría poco tiempo para tener su propio punto de vista. Las costumbres exigían que acompañara al rey en su cripta y que allí alegrara el paso del que fuera soberano a la otra vida, y le acompañara en esta, no obstante dudaba que esto fuera así, ya que difícilmente conservaría alguien que se supiera enterrado en vida el ánimo suficiente cómo para tener semejante carácter servil y vacuo, y pese a que el trovador que iniciara esta costumbre lo hiciera por propia voluntad, el resto, que conservaban un mayor apego a sus vidas, no lo habían hecho de tan buen grado, y aunque la resignación era algo que se aprendía con la profesión, todo el mundo tenía constancia de las leyendas que hablaban de que, en ciertas ocasiones, se podían escuchar los gritos que los antiguos bufones de palacio proferían desde sus tumbas y que si se permanecía demasiado tiempo atendiendo a esta mezcla de antiguas tonadillas, desgarradoras súplicas y blasfemas y ocurrentes maldiciones estas bastarían para quebrar las almas de los débiles de espíritu. Estos cuentos entraban de hecho en su propio repertorio, y más de una vez había contado estas antiguas historias, pero en aquél momento lo último que quería era recordar precisamente las historias que según parecía habrían de conseguirle un prematuro final, legado de su linaje.

Se puso a dar vueltas intranquilo, sabía que los actos fúnebres durarían una semana, pero esto no le tranquilizaba ni mucho menos, y aún siendo temprano como era se retiró al cuarto que tenía destinado y se dejó caer con laxitud en el lecho de paja que tenía reservado. Se removió intranquilo sin llegar a conciliar el sueño hasta altas horas de la madrugada y cuando lo hizo le acosó el espectro de algún desdichado arlequín loco. Despertando temprano por la mañana empapado en sudor y temblando, pese a que la estación fuese la más cálida de todo el año.

No sabría decir del todo qué lo decidió a hacerlo, si el amor a su propia existencia, el destino que le esperaba o la incapacidad para soportar la tensión a la que estaba sometido, y que amenazaba con romperle con la misma facilidad que se trunca un rama seca, pero lo cierto es que tras levantarse se embutió de nuevo en sus ropas de juglar, que acusaban el luto correspondiente, y descendiendo por unas peligosas escaleras que conocía ya de memoria, había llegado hasta jurar que sabría decir exactamente en qué lugares de la misma se encontraba cada una de las grietas que la acosaban, hasta la cocina y devorando un frugal desayuno hizo acopio de algunas provisiones y empezó a deambular por los diferentes pasillos que se estrechaban cada vez más y que en ciertas ocasiones le habían llegado a producir una cierta sensación de congoja e inseguridad, temiendo que las desgastadas rocas que componían el puzle de las paredes fuesen a aplastarle y terminar así con las alocadas ideas de huída que se había llegado a formar. La benevolencia del castillo no obstante permitió que esto no sucediera y pudiera seguir por aquél intrincado laberinto que con la fuerza de la costumbre se había permitido el lujo de decir conocer. Finalmente, se hundió aún más en la tierra tomando un tunel enfangado en unas sombras especialmente profundas y que lo llevó durante unos minutos que se eternizaron a través de un paraje de tacto suave en el que se entremezclaban los terrones con las rocas y las raíces de los árboles, estando en todo momento presente una densa y húmeda atmósfera que le hacía sentirse enterrado, precisamente de lo que intentaba huír. Reprimió en algunos momentos, cuando la desesperación que provoca el tiempo que pasa impercibido le cobró factura, el impulso de dar media vuelta, y obligándose a seguir con terquedad, al final del camino encontró su rayo de sol, apareciendo de debajo de un árbol en un pequeño claro del bosque.

-Ahora soy mi propio amo -afirmó para darse seguridad- y, en verdad, creo que soy el amo más pobre que haya tenido arlequín alguno... -concluyó echando a andar en dirección contraria al castillo.

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