martes, 6 de enero de 2009

El noble colgado

Las nubes hacían de techo en el cielo, que amenazaba con descargar su desgarradora carga sobre el pétreo y sólido castillo, cuando salió embutido en su armadura completa, dejando que por detrás destacara una capa de terciopelo negro en señal de luto por su rey. Se paseó en el patio tapándose la cara, eludida casi siempre por el sol, con un pañuelo para evitar la polvareda que se levantaba en el patio gracias a la práctica diaria de sus soldados y que siempre había detestado, pese a que fuera necesario tenerlos ejercitándose. Habiendo pasado ya la primera parte del patio, repleta de muñecos de entrenamiento, dianas, caballos y hombres en poco orden y concierto pudo por fin respirar, aunque prefirió seguir con el pañuelo puesto, pues nunca había gustado del olor de las caballerizas, e hizo bien poco por disimular una mueca de asco cuando el mozo de cuadra le dedicó un sincero saludo, que acabó en una discreta huida hacia sus quehaceres habituales. Dirigió una mirada fulminante a los soldados que estaban de guardia, que se apresuraron a abrir las puertas a su paso, y sin un gracias salió de su mansión en lo alto de la ciudad.
-Recuérdame que despida a alguien a la vuelta, necesitan más disciplina.
-Por su puesto, -respondió servil su consejero- serán amonestados a su llegada.
Realmente, de haber sido por él se habría quedado con el pañuelo puesto todo el tiempo, odiaba el olor de aquél pueblo, de sus calles y de sus asquerosos campesinos, pero como primaba cuidar la estampa, con un gran acto de voluntad reprimió sus sensaciones e implantar un gesto serio en su cara que se podía identificar fácilmente con el desprecio.
Pese a ser la hora de comer, le sorprendió no encontrar ningún campesino por las calles, precisamente aquél día que salía para dejarse ver y que le rindieran la debida pleitesía más que para recoger aquellas botas que había encargado el día anterior al peletero, al que más le valía haber acabado bien su trabajo para cuando recibiera su visita.
Cuando sus grebas seguían resonando metálica y monótonamente en los adoquines que adornaban la calle principal del pueblo, pues no se habían molestado en hacer lo mismo con el resto, llegó a sus oídos de entre aquella muchedumbre de casas que oscilaban entre algo precarias y cayéndose a pedazos en su descripción un sonido bastante ajeno a sí mismo, unas risas. Como si fuera un perro de presa fue tras aquél nuevo sonido, que ni le gustaba ni prevía que esta opinión pudiera variar de forma notable.
Acabó encontrando el origen de aquella repentina diversión tras atravesar la muchedumbre que se agolpaba alrededor de la plaza del pueblo, que lo único que tenía a fin de mostrar su estándar era un espacio circular lo bastante amplio como para que cupieran todos los habitantes y pudieran ver las ejecuciones en una horca situada en uno de los extremos a tal efecto. Cruzó entre la gente como un barco por el agua, pues aunque todos querían estar lo más cerca posible del centro para ver el espectáculo, el terror que inspiraba era tal que los apartaba de su camino de igual forma que si se tratara del mismísimo diablo. Al fin, en el centro de la plaza pudo hallar a un hombre bastante joven, ataviado con unas pobres ropas sucias y raídas y cuya testa estaba adornada por un gorro de múltiples y diversos colores, algunos ya desconocidos, y que coronaba alguno de sus picos con unos cascabeles, la mitad de los cuales ni siquiera sonaba. Pese a su peculiar y hasta grotesco aspecto, hacía reír a la gente con ingeniosos juegos de palabras y numerosas cabriolas. El hombre iba también acompañado de una reproducción más pequeña de su mentado patíbulo en el que tres de los muñecos habían perdido ya la vida, y un cuarto se debatía entre la vida y la muerte. El arlequín, pese a haberle visto no parecía haber tomado en cuenta su presencia y seguía representando su función de la forma habitual.
Enfurecido por su pérdida de atención, Lord Belmut, pues así se llamaba el señor de aquellas tierras, crispó su mano como una garra en el hombro de su consejero, que se cuidó de emitir cualquier queja, y ordenó, en voz lo bastante alta para que los más cercanos, incluido el intérprete, le oyeran:
-Haz que actúe para mí.
El consejero, resignado, aunque aliviado de haberse librado de la presa de su amo, pidió al cómico que cumpliera la labor que se había exigido, algo que este parecía no haber escuchado pues su actuación fluía rauda. Se podía ver en las caras de los demás asistentes el pasmo ante la desafiante actitud esgrimida por el juglar, pero en este no se notaba ningún cambio. El hombrecillo cuyo trabajo se ignoraba repitió su orden, cada vez con más premura y urgencia por la mirada que le estaba dedicando su amo, que prometía que compartiría la suerte de los muñecos de no hacer algo. Al fin impelido por las circunstancias se dirigió hacia el arlequín, y justo cuando estaba a punto de alcanzarle, con un tintineo más este se escurrió dando una voltereta hacia atrás que interrumpió su historia y lo dejó frente al noble, con su maqueta detrás, en la que acabó por recostarse con una sonrisa.
-¿Queréis una actuación? Bien, decidme pues: ¿cuál es el animal que aún naciendo burro y torpe no tira del carro?
El noble, cuya expresión ahora cabalgaba entre la incredulidad, la ira y la rara mueca que ponen los que no están acostumbrados a pensar cuando lo intentan. Ante la patente falta de imaginación de Belmut se vio obligado a contestarse él mismo.
-¡El noble! -respondió con toda la seguridad del mundo, y ante la escasa reacción que obtuvo del Lord añadió- Podéis probar con algún otro si lo deseáis.
La única respuesta que obtuvo fue un intento de ensartarle, ya que si bien lento a la hora de responder con palabras, no le costó nada desenfundar su espada para dirigirla a quién con tanta ligereza le había ofendido. La hoja recorrió rauda el aire hasta acabar atravesando el cuarto muñeco, promocionando de forma rápida su ejecución. El requiebro realizado por el arlequín para evitar su muerte le acercó a una palanca, que accionó rápidamente propiciando que ahora la ahorcada fuera la mano del noble, que incrédulo trataba de librarse de aquél juguete. Mientras este trataba sin éxito de dirimir sus diferencias con aquella soga el juglar sacó una daga de su manga, y antes de que su oponente pudiera reaccionar su filo seccionó la cuerda que le ligaba a su bolsa, aligerando su carga y su capital de forma drástica. El noble se enfureció más pateando el eficaz artilugio mientras el juglar dio por concluida su actuación, metió una pequeña moneda plateada en el sombrero que entregó a un infante y tiró sus raídos ropajes, descubriendo así su impecable y negro atuendo. Una exclamación más, pues ya iban varias, salió de la multitud al descubrir entre ellos al huidizo bufón del rey. Este sacaba con parsimonia su sombrero de la bolsa que antes había visto nacer y morir allí mismo cuchillos, aros y antorchas, se lo calaba y con sus pertenencias al hombro, las ganancias bien guardadas y un laúd en la mano libre se iba por el empedrado camino silbando una alegre tonadilla sin volver siquiera la vista atrás.

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