domingo, 23 de mayo de 2010

Rústico

No era bonito, no era especial, pero se recreaba en el impacto de la mediocridad. Sus bondades, cogidas con las pinzas más minúsculas que una mano pudiera coger, no bastaban para hacerl un lugar deseable. Ni siquiera para hacerlo agradable en algún modo que permitiera soñar con la permanencia pero, ¿qué diversión se encuentra en lo imperecedero?
Así pues, es lo caduco, lo marchito y lo decadente lo que hacía sonar el timbre último de aquél lugar. Aquella tibia melodía de altibajos capaz de tocar el alma con dos pasadas, y atesorar un recuerdo, un ideal y una ilusión cuya naturaleza efímera es puesta en tela de juicio.
Quizá sea porque el punk exije eso: una pizca de decadencia, mucha autodestrucción, un tono lacónico y grandes dosis de inconformismo, aderezado todo ello con la miríada de símbolos que hacen de este un movimiento singular.
Y es que es eso lo primero que uno se encuentra, símbolos. La bandera inglesa que abanderaba a los 'Sex Pistols' y a tantos otros se asomaba día sí y día también a la única ventana que se le conocía al local. La puerta, siempre cerrada, no hacía más que invitar a continuar el paseo. Pero a veces la tendencia se esfuma en el dulce humor de la novedad. El aire viciado y cálido del interior recibía al incauto visitante, cargado de historias de redención de la gente que aún intentaba conservarse en lo artificial. Miradas carentes de interés, agridulces, se deslizan sobre los recién llegados, dejando una pátina de incomodidad que se desliza lentamente distraída la atención de nuevo. Los primeros pasos y se inspecciona el local. Una diana aquí, un poster allí y la barra, amplia, al fondo. El camarero con un aire distraído. Esa no era la hora del bar. No era la hora de nada más que unas cervezas sin preguntar.
Pedidas estas, bajamos. La escalera, de raída madera, recorre dos de las paredes del local deslizándose en el abismo humeante. Dos viejos diablos se dejan acompañar por delirios de humo, con una cerveza a cada lado. El futbolín, viejo pero funcional, acompaña con el inequívoco ruido de golpes bien entonados. Rudo y rápido, life fast die young. Sentados ya, la charla se ve acompañado por un fondo de Extremoduro, La polla, Boikot y demás perlas que complementan la indumentaria del local. Del baño, estrecho y humedo, el agudo sonido del romperse el tedio, con un billete de veinte como puente entre la monotonía y la felicidad.
Unas partidas de futbolín más tarde te fundes con la languided y decadencia, descubriendo que no son tal. La charla es animada, la brutalidad en el aspecto de todo, deja de chocar y se convierte en patrón general. Las ropa raída, las hijas del chimbo, imperdibles de símbolos perdidos y demás ángulos demasiado agudos se vuelven calma y normalidad.
Al final, cuando sales por la puerta, al mundo le falta un color, una vuelta más a un pasado que indica el futuro inmediato.
Cuando ves que defintivamente ha muerto, que la puerta no está echada, sino cerrada, sientes que te han arrancado algo más, y el motor ruge en busca de combustible que devorar en busca de otra huída hacia adelante, lejos del vaivén letánico.

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