martes, 20 de mayo de 2014

Alas de trapo



La gran ciudad seguía ejerciendo su influencia sobre él. La monotonía, el pesar de los días, el ruidoso silencio de los coches, la cháchara intrascendente y las mentiras mal contadas lo apagaban. Como un pájaro en un invernadero, al que se le hace de noche y cuyos correosos inquilinos extienden su influencia hacia él, adormeciéndolo hasta morir. Porque si no hay fuerza, si no hay vitalidad ni esperanza, ¿de qué sirven las alas?
Los días pasaban, uno, y otro, y otro, tenían números y nombres, que permitían distinguir lo indistinguible, una marca en el tedio. Todo se repetía, la ciudad gris y opresiva, las mismas caras con un aire de alegría y ocupación que acababan por desconcertar. Siempre ocupados en cosas intrascendentes e importantes a la vez.
El cielo, hacía mucho que no veía el cielo… Desde la última vez que había volado, quizás más. Ahora las luces, el humo y el polvo formaban una capa densa, opaca, que tapaba el cielo, y parecía calar la esperanza con brea pegajosa.
“Para poder volar tienes que tener permiso”
“Para poder volar necesitas aprender antes los rudimentos”
“Volar es peligroso si no llevas casco y no lo haces por los sitios autorizados”
Cualquier libro moderno te podía decir esto y mucho más, el dogma se había impuesto. Se intentó desperezar, lánguidamente, constreñido en su reglamentaria indumentaria. Se preguntaba si aún estaban ahí, como antes. Desde que empezara a estudiar no le habían permitido volver a intentarlo. Todo el mundo debía llevar una cincha de cuero reglamentaria A-231, que pegara las alas al cuerpo de forma anatómica, y que no molestara a otros viandantes.
Volvió a su cuarto. Era el día 1325 después del accidente. Llevaba la cuenta, aunque no sabía por qué, le parecía algo importante. Quizá porque quería recordar, quizá por la insana costumbre de etiquetar y acotarlo todo.
Se tiró en el sofá y encendió la televisión. O lo habría hecho, si el mando hubiera querido funcionar. Fantástico, nada funciona en este mundo… Levantó su ropa de encima de la silla y la cama, revolvió su armario y sus cajones, debajo y encima de los muebles, pero no consiguió encontrar una batería.
Al final sucedió sin querer. Nunca miraba allí, evitaba mirar allí. De hecho aquél rincón no pertenecía a su habitación, le habían dicho. Y sin embargo, después de tanto tiempo evitándolo, ahora no podía apartar la vista. Tres tablones de madera, cubiertos de polvo y sujetos por clavos. Detrás de ellos, una promesa.
Antes de darse cuenta ya los estaba quitando. Se levantó un par de uñas en el proceso, pero estaba como poseído, en un sueño, y apenas sí se dio cuenta de que sangraba.
Levantó el primer tablón, y la luz, una luz de verdad, se coló en la habitación, cegándolo sin llegar a detenerlo.
Levantó el segundo y llegó el aire. Brisa y aire puro que entraban ahora a raudales purificando el viciado aire de la estancia.
Levantó el tercero, y llegó ella. “Vuelve”. Una sola palabra que era suficiente. Una sola palabra para recordar su mundo. Una sola palabra para vivir.
Se quitó aquél armatoste estúpido de la espalda, y comprobó con espanto que apenas le respondían las alas. Atrofiadas, caducas, demasiado tiempo… demasiado tiempo sin volver a casa, sin ser él mismo, sin vivir…
Miro hacia abajo con temor  y respeto, la caída era, sin duda mortal. Estaba a punto de echarse atrás.
“Ven a mí”
Saltó, de nuevo sin pensar. Intentó extender las alas. Intentó no pensar en caer, sólo en volar, sólo en llegar a ella.
¿Voló? ¿Cayó? ¿O acaso le recogieron?
Dímelo tú.

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