jueves, 16 de abril de 2009

Armadura de lobo, refugio frágil

Se echó a un lado como si su vida dependiera de ello y, en parte, así era. Curvó su brazo para que el metal rodara con un estrépito menor sobre la superficie arenosa, pudiendo ponerse en pie a escasos dos metros de su rival, justo a tiempo para alzar el escudo y detener un golpe destinado a abrirle la cabeza. Había perdido el yelmo en el transcurso del combate, y pese a que le permitía una visión mucho más amplia y cómoda, no le daba en absoluto ventaja ni tranquilidad. Su oponente era mucho más grande que él. Ataviado con una armadura de placas completa, que le cubría de la cabeza a los pies, y dejaba tan solo huecos en el visor, las axilas y tras las rodillas, pues ni siquiera el cuello estaba al descubierto por el gorjal, resultaba una mole metálica impresionante. Sus brazos, pese a su tamaño, se movían con la precisión de un cirujano, y por eso era difícil encontrarle con la guardia baja. Su terrible espadón amenazaba con hundir su armadura como se aplasta un huevo con el pulgar, destruyendo la vida en el interior del mismo.
Hasta el momento se había librado de los golpes más cruentos, quedando sólo recuerdos de meros arañazos que teñían de gris la brillante armadura. Sin embargo, su espada larga parecía totalmente insuficiente para alcanzar esa roca con forma de persona. Sabía que, de no hacer algo, acabaría perdiendo. Su escudo iba dejando saltar esquirlas de una dura y rara madera de color claro, agujereando el lobo que, como su propio blasón, marcaba su escudo. El blanco y negro de este peculiar dibujo iba dejando paso a la propia madera, y alguna chispa interfería de vez en cuando en el tapiz tricolor cuando la brutal arma golpeaba una de las tiras de hierro que reforzaban la madera. Pese a que la protección pareciera que pudiera aguantar bastante tiempo, no así el brazo que la blandía. La fuerza de los golpes hacía que cada vez lo sostuviera un poco más abajo, y cuando le flaquearan del todo las fuerzas no le quedaría otro remedio que renunciar a esta protección y confiar en poder esquivar todos los golpes, lo que hasta entonces no había sido posible, y no tenía visos de variar.
Se echó hacia atrás, arañando su oponente la armadura de placas, y arrancando unas cuantas anillas de la cota de mallas que llevaba debajo. A la izquierda, hizo ganar una muesca al escudo, a la derecha, con un salto y desviando hacia abajo la espada con la suya propia pudo librarse, y cuando trató de partirle en dos se lanzó de cabeza a por él, golpeando con su escudo. El toro sacudió la cabeza, parecía más molesto que aturdido o dañado. Un hilillo de sangre corrió por un resquicio del visor, y el combate prosiguió. Este impacto no hizo más que acrecentar las ansias de sangre del coloso, que cada vez más iba cansando a su rival.
Empequeñecido a cada golpe y sin demasiadas oportunidades, decidió hacer una intentona a la desesperada. Se distanció un par de pasos más, y desandando la mitad de este camino, tras haber soltado las tiras, dejó que su escudo se escurriera a través del brazo y cabalgara el aire en dirección al rostro de su oponente. Alzando la espada, lo desvió sin despeinarse, pero él ya estaba en marcha. Lanzó un ágil tajo hacia la derecha, y mientras ambos aceros se encontraban, la daga, que hasta entonces no se había dignado a aparecer en el combate, atravesó la cota de malla que protegía la axila del gigantón y se fue tan rápido como vino.
Saltó hacia atrás para comprobar el resultado, para nada confiado, pero su oponente de repente parecía mucho menor. Estaba algo encorvado, con la espada mal sujeta en la mano del brazo herido. De lado, dando el brazo bueno a su rival, se le intuía una mueca de rabia y dolor en el rostro cubierto. Fortalecido por el resultado, se lanzó a rematar a su oponente, haciendo desaparecer de nuevo el arma y agarrando su espada con las dos manos. La decisión resultó errónea, pues su oponente balanceó su cuerpo, girando para estampar su codo en la cara del joven atacante, dejándolo aturdido y desprotegido para que la espada continuara su recorrido hacia las costillas, y luego no vio nada.

Abrió los ojos, aún aturdido, y se llevó la mano al costado. Lo veía todo negro, intentando entreabrir los ojos para poder enfocar mejor. Sintió ropa en lugar de la armadura, y se preguntó quién le habría quitado la prenda metálica.
-¡Levántate de una vez! Tienes que ir a clase.
Se sintió desfallecer de golpe, y de pronto aquél caballero le pareció una nimiedad fácil de superar.

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