Se miro la mano por un segundo, tratando de decidir hasta que punto la conocía. Siempre le había sonado un tanto raro "Lo conozco como la palma de mi mano". Era una frase hecha, por supuesto, pero no se sentía capaz a decir hasta que punto conocía su palma. Sabía su tamaño, por supuesto, su color, su forma (forma de mano, al fin y al cabo). Podía recordar con cierta claridad el grosor de sus dedos, la forma de sus uñas y las cuatro líneas que un quiromante usaría para leerle su fortuna o desdicha, y los años que le quedaban de vida. Podía recordar también los pliegues de las falanges, la flexibilidad de sus dedos...
Y sin embargo aquella no parecía su mano. Quizá se debiera al estado de shock, un buen mecanismo de defensa. Quizá a la debilidad que se empezaba a apoderar de él, le agarrotaba los músculos y enfebrecía su frente. Las piernas le temblaban como dos árboles jóvenes descubriendo la brisa en sus primeras hojas. Ahí estaba, ahí, frente a él, tan propia como ajena, y es que nunca más podría considerarla realmente suya.
La imagen quizá hubiera quedado así, congelada en ese instante casi eterno de unos tres segundos, y sin embargo, un grito ahogado rompió la magia, rompió el devenir clásico y monótono de las máquinas. La fábrica pareció agitarse con ese quejido ronco, como despertando de un mal sueño. Su conciencia se desperezó, acercando ojos curiosos y manos ansiosas de quedar desocupadas por unos instantes.
Y así como la fábrica despertaba, también se descubría a su consciencia el horror. Aquella sierra mecánica empapada en sangre, aquél reguero constante que manaba de su muñeca, con un goteo constante contra el suelo. El hilo de sangre se deslizaba lentamente por el suelo, arrastrando su denso curso por las grietas de las baldosas hasta el desagüe más próximo, y aquél devenir proseguía con un curso más escabroso después, perdido a sus ojos.
Sentía que le observaba. No podía ver y estaba inerte, y sin embargo le miraba. Sentía su emancipada presencia como un reproche. Se permitió el lujo de abandonar el pensamiento futuro, de abandonar las consecuencias, pues ya llegaría. Se permitió ese lujo y aún más, opacar el dolor, aturdido. Mirar la roja sangre salpicando en las yemas de sus dedos, que se empalidecían y arrugaban.
Sintió como sus ojos se nublaban alrededor, y la mano quedaba ahí como un foco, único y verdadero. El resto del mundo no existía, no existía ni siquiera el mismo. Y de pronto sintió frío, se vio caer desde fuera, su rostro rebotando contra el suelo, la sangre empapando sus ropas. Sabía, en el fondo, que no quería despertar.
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