¿Qué sabéis vosotros
necios, sordos, avinagrados?
¿Qué creéis conocer
absurdos intentos de personas?
El frío os llena y colma
de vanidad el pellejo,
firmes se ajustan las gomas
de hipocresía en el pelo.
¡Ya cantan las pléyades vuestros desmanes!
¡Aún se escriben veladas las verdades!
Vuestro arrebujado corazón,
músculo de atrofia y deseo,
en venas de cava sirve
sucedáneos sentimientos.
Por una arroba de suerte
darías del alma el peso,
por evitar a la muerte
moriríais en el proceso.
Y es que el señalar ya mata,
callando de honestidades,
lo que expresais con el habla:
contradicciones formales.
Acaso sea el miedo,
o el exceso de valor,
que os dejan juzgar al mundo
excluyéndoos.
En sangre estanca muráis,
pues de sangre estanca venís,
y si de bilis tragáis
no me roguéis a mí.
martes, 30 de noviembre de 2010
lunes, 1 de noviembre de 2010
El pulpo de dos brazos
Os voy a contar, como hiciera mi madre conmigo, la historia del pulpo de dos brazos.
Como no puede ser de otra manera, esta historia empieza con nuestro querido protagonista apareciendo por arte de magia (esta no es otra de esas historias sórdidas que se recrean en tentáculos y gónadas) en el mundo. Y así, él, rodeado de sus semejantes, los veía y se veía. Se sentía diferente a ellos, sí, pero no por ello peor. Ni ellos lo pensaban. Todo era como querría nuestra ex-querida Bibiana Aido (o al menos como debería haber querido), un mundo multicolor de felicidad y piruletas.
El querido pulpo (no os desviéis del tema) pronto descubrió las maravillas de la vida, y se vio rodeado de cosas bonitas. Cosas bonitas para los pulpos, tampoco vio uno de nuestros preciosos monumentos (aunque quizá así fuera mejor para él). Estando en esto, quiso cogerlas. Extendió su brazo y ¡plop! en su poder tenía una brillante concha, algo nacarada por dentro, sin duda un tesoro. El pulpo estaba contento con su tesoro, pero de pronto vio para su disfrute una moneda antigua, algo oxidada, pero bonita, y la cogió también. El pulpo enseñaba orgulloso sus dos pertenencias a todo pulpo que veía, y ellos contentos también le mostraban las suyas.
La vida siguió así, hasta que el pulpo vio un bonito trozo de coral. Sin pensarlo siquiera, el cerebro del pulpo dio la orden de cogerlo. Apenas entrado en su regocijo, el pulpo vio que había perdido su concha. Alarmado, la cogió de nuevo, pero ahora desaparecida estaba la moneda. Cuando tuvo la moneda, el coral volvía a estar fuera de su alcance. Y así siguió, alternándose a duras penas para poder mantener lo que tenía y tanto le gustaba.
Su encuentro con un trozo de porcelana derivó, de un modo semejante, en más problemas para el pobre pulpo, que apenas conseguía apañárselas. Con tesón, sin embargo, fue llevándolo a buen puerto. Pero poco a poco, el pulpo se iba pareciendo más a un malabarista que a un verdadero pulpo.
Su cerebro, diseñado para tener ocho brazos, le iba jugando malas pasadas, mientras se veía al pulpo atareado, sin tiempo siquiera para distraerse.
¿El final?
Ah, no, no me gustan los finales tristes, y a vosotros tampoco, así que aquí se acabó.
Como no puede ser de otra manera, esta historia empieza con nuestro querido protagonista apareciendo por arte de magia (esta no es otra de esas historias sórdidas que se recrean en tentáculos y gónadas) en el mundo. Y así, él, rodeado de sus semejantes, los veía y se veía. Se sentía diferente a ellos, sí, pero no por ello peor. Ni ellos lo pensaban. Todo era como querría nuestra ex-querida Bibiana Aido (o al menos como debería haber querido), un mundo multicolor de felicidad y piruletas.
El querido pulpo (no os desviéis del tema) pronto descubrió las maravillas de la vida, y se vio rodeado de cosas bonitas. Cosas bonitas para los pulpos, tampoco vio uno de nuestros preciosos monumentos (aunque quizá así fuera mejor para él). Estando en esto, quiso cogerlas. Extendió su brazo y ¡plop! en su poder tenía una brillante concha, algo nacarada por dentro, sin duda un tesoro. El pulpo estaba contento con su tesoro, pero de pronto vio para su disfrute una moneda antigua, algo oxidada, pero bonita, y la cogió también. El pulpo enseñaba orgulloso sus dos pertenencias a todo pulpo que veía, y ellos contentos también le mostraban las suyas.
La vida siguió así, hasta que el pulpo vio un bonito trozo de coral. Sin pensarlo siquiera, el cerebro del pulpo dio la orden de cogerlo. Apenas entrado en su regocijo, el pulpo vio que había perdido su concha. Alarmado, la cogió de nuevo, pero ahora desaparecida estaba la moneda. Cuando tuvo la moneda, el coral volvía a estar fuera de su alcance. Y así siguió, alternándose a duras penas para poder mantener lo que tenía y tanto le gustaba.
Su encuentro con un trozo de porcelana derivó, de un modo semejante, en más problemas para el pobre pulpo, que apenas conseguía apañárselas. Con tesón, sin embargo, fue llevándolo a buen puerto. Pero poco a poco, el pulpo se iba pareciendo más a un malabarista que a un verdadero pulpo.
Su cerebro, diseñado para tener ocho brazos, le iba jugando malas pasadas, mientras se veía al pulpo atareado, sin tiempo siquiera para distraerse.
¿El final?
Ah, no, no me gustan los finales tristes, y a vosotros tampoco, así que aquí se acabó.
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