Abrazo el dolor, ese pequeño punto amargo que tiene cada
sentimiento. Abrazo lo que me cuesta cada vez que separamos las manos, y como
las puntas de los dedos se engarfian, intentando enquistarse en una caricia
perenne. Abrazo las despedidas, como beberse el último trago ácido de la sidra,
apurando hasta el instante más amargo de ella. Mis ojos abrazan a los tuyos,
buscándolos, encontrándolos, clavados unos en otros, con un deje de pena
anticipando su ausencia. Abrazo como se separan los labios, el último beso, el
más largo, el más apurado, saber a miel a hiel, a clavo, eneldo, fresas y
cicuta. Ese que nunca baja, nunca se traga, se queda anclado en la garganta,
anudando las cuerdas vocales, volviéndolas aún más torpes, aún más sordas.
Asumo y odio por igual esos instantes en que se va disolviendo, esos instantes
en los que ya te has ido. Esos instantes en los que tu recuerdo es más vívido,
pero aún así no puedo tocarte. Esos instantes en los que una canción me
recuerda a ti, con el sonido del motor arrancando y los neumáticos poniendo más
distancia entre nosotros. No puedo más que abrazar esos instantes, porque con
cada aguja que agujerea la piel los sentimientos se asientan. Porque no hay
perfección si no hay ausencia, no se puede apreciar si no ha faltado. Porque,
sin la despedida, no sabría tan bien ese primer beso apurado nada más verte,
seguido por otros trescientos, para empezar. No me sentiría tan bien cuando te
adivino con la mirada, no te estrujaría hasta tener que renunciar a que nos
fundamos de verdad, solo para reintentarlo la siguiente. No sabría que merece
la pena cada instante que puedo estar a tu lado.